Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Cómo se dice Uruguay en chino, parte 2

Hasta en el interior profundo de la China conocen a nuestro país por el fútbol
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13 de octubre de 2018 a las 05:03

La palabra “China” tiene solo cinco letras. China, el país, es un infinito alfabeto de experiencias que hacen hablar a la imaginación en otro idioma. Un aura misteriosa rodea a quien llega aquí proveniente de algún país occidental, impidiéndole entrar en lo hondo profundo del alma china, al menos para conocerla con razones racionales. ¿O será que la razón, tal como la entendemos, con su mecanismo lógico y deductivo, no funciona en todas partes por igual? Al bajar del avión de Air China, tras un viaje de 16 horas sin escalas, uno siente que entra a una especie de túnel que lo lleva a otra realidad, túnel que es también el del tiempo. En el aeropuerto de Beijing, el funcionario de inmigración me mira con una seriedad desconocida, como si hubiera visto el rostro de alguien que aparece incluido en la lista de Interpol de los 10 criminales más buscados del mundo. Con riguroso escrutinio mira mi cara y mis documentos. Son minutos, no segundos, en perturbador silencio. Me pone nervioso, y dudo de quién soy. ¿Habré dejado de serlo debido a la duración del viaje? En una escena propia del realismo mágico, me dice que en la foto del pasaporte estoy sonriendo, por lo tanto, si no sonrío, no va a dejarme entrar. Debo complacer su pedido. Entro pues a China sonriendo, como si me hubieran dado un premio, el Oscar o uno así.  


El vuelo de Beijing a Chengdu sale en hora. Estoy tan cansado del vuelo anterior, que me olvido de la turbulencia, por momentos feroz, que se prolonga por las tres horas y pico que dura el viaje. Chengdu es una ciudad tan impresionante, que los últimos 20 minutos antes del aterrizaje son sobrevolando rascacielos, complejos proliferantes de altos edificios de 35 pisos, uno tras otro. No me pregunto cómo pasa el tiempo, ni tampoco cómo puede vivir la gente en semejante aglomeración de cemento, pues cientos de millones de chinos pueden. La vida en las urbes de este país es ciencia ficción extrema aplicada en sobredosis a la realidad. Al llegar a Chengdu me espera el traductor que será mi guía y edecán durante los cinco días del encuentro de escritores. Me dice que el avión en el que viene Alex Pausides está atrasado tres horas, por lo que me da dos opciones: o espero en el aeropuerto hasta que llegue el poeta cubano, o viajo a Zigong en el mismo auto en el que van dos escritores chinos y que está a punto de salir. Cansancio obliga. Le digo que me voy con los chinos para llegar cuanto antes al hotel. Sin importar que las ventanillas del amplio Mercedes Benz estén cerradas, el dúo fuma un cigarrillo tras otro. Pronto el vehículo se transforma en una caja de humo sin Pandora dentro. 


Ninguno de los tres escritores habla español o inglés, por lo tanto, durante las dos horas y pico que dura el viaje rumbo al sur voy callado, mirando el paisaje, oyendo un ruido insistente y sonoro a mi alrededor que es mandarín en voz alta. De pronto, uno de ellos me ofrece un cigarrillo. Hace un gesto con sus manos, como preguntándome de dónde vengo. En chino mandarín solo conozco y puedo pronunciar cuatro palabras: Ni hao (hola); Xièxiè (gracias); cha (té) y Wūlāguī (Uruguay). La que me sale mejor –y lo digo con recatado orgullo- es la última. Les digo pues: Wūlāguī. Con sorprendido entusiasmo, mueven sus cabezas como diciendo “sí, sí”. Igual que un niño después de jugar al Nintendo por primera vez, los dos ríen sorprendidos. Con sus dedos comienzan a imitar el movimiento de un jugador de fútbol al patear la pelota. Uno de ellos emite una palabra que suena a ‘Ronaldo’, y después una más que es ‘Cavani’. Se refiere al partido de Uruguay-Portugal.

Sin dejar de sonreír repite Wūlāguī varias veces. Los tres, incluyendo al chofer, saben ahora de dónde vengo. Vengo de muy lejos. Vuelven a ofrecerme un cigarrillo, convertido en la pipa de la paz en honor al deporte por el cual hasta en la China profunda conocen a Uruguay.


Apenas llego al hotel, ayudado por la energía de posdata que aún me va quedando, la traductora que estaba esperándome en el hall me saluda y enseguida pregunta si quiero una Coca Cola. ¿Cómo? No me dice, ¿estuvo bien el viaje? O, ¿está muy cansado? No. Su primera pregunta fue: “¿Quiere una Coca Cola?” Sintiéndome Henry Spencer, personaje principal de Eraserhead (Cabeza borradora), de David Lynch, me pregunto por qué me preguntó eso –aun no lo sé-, pero no se lo pregunto. Respondo en forma afirmativa. “¿Quiere dos, así se lleva una a la habitación?”, insiste. La segunda pregunta me sorprende aún más que la primera. Vuelvo a responder afirmativamente. A los chinos les encanta que les digan que sí a todo. Sale en busca de las bebidas, y regresa agitada, nerviosa. Hace la tercera pregunta: “La única Coca Cola que tienen es Coca Cola Zero, ¿quiere Coca Cola Zero?”. “Sí, está bien”, respondo, entendiendo cada vez menos la obra de la que soy parte del elenco. Regresa sonriente con dos. Antes de entregármelas agrega otra línea al diálogo que podría ser parte de un comercial o de una comedia del teatro del absurdo: “Están frías, ¿las va a tomar ahora?” Me animo a darle mi primer “no” y agrego que las voy a tomar después, en la habitación. “En el cuarto tiene una heladera, las puede poner ahí”, agrega.  


Subo, abro la puerta, dejo el equipaje en el piso, y me siento a descansar, finalmente, en un sofá ubicado junto a la cama. Después de andar viajando por aire y tierra durante tanto tiempo que ahora mismo el cuerpo siente como infinito, la mente prefiere dejar las ideas y los pensamientos para mañana. Es lo que hago. Las circunstancias solo dan para pensar en las dos Coca que esperan en el mini refrigerador, como gratuito trofeo de bienvenida. Me cuesta encontrarle la lógica a la conversación ocurrida cinco minutos atrás, la cual fue parte de mi bienvenida en este nuevo viaje a China, país de lo insólito amplificado. Como si se tratara de un thriller en el cual hay un misterio omnipresente de fondo, intento derrotar la ansiedad haciendo lo único que puedo hacer en este momento: abrir la heladera y tomarme uno de los dos refrescos. Pongo la botella de 500 ml. en la mesa y la miro como Hamlet a la calavera. Pienso en el asesinado poeta salvadoreño Roque Dalton (1935-1975). Dalton tiene un poema (Yo estudiaba en el extranjero en 1953) que dice en uno de sus pasajes: “Era la época en que yo juraba/que la Coca Cola uruguaya era mejor que la Coca Cola chilena”. ¿Cómo será la Coca Cola china, la que espera con enfriada paciencia enfrente de mí? Ahora que me doy cuenta, es un momento especial en mi vida, histórico en más de un sentido: nunca antes había tomado Coca china, y además, es la primera Coca Zero que voy a tomar. No soy especialista en esta bebida sin azúcar, por lo tanto, ni siquiera sabía que había un tipo de Coca llamada así. ¿Habré viajado tantos interminables kilómetros para esto? ¿Será esta la buena sorpresa que, según el horóscopo, iba a tener hoy jueves?  


En cada viaje a China me pasa lo mismo; siento que al instante me convierto en parte de una historia alucinante que a toda velocidad sucede por capítulos, con la diferencia de que aquí la aventura no está pautada por días o semanas, sino por horas, por minutos. A cada rato sucede lo muy insólito y uno debe acostumbrarse rápido a convivir con él. De lo contrario, queda fuera de la realidad a la que es invitado a participar. La vida, con su sucesión de instantes, es para el viajero que llega a China igual a una serie de Netflix (y no me refiero solo a la de Marco Polo), pero con la diferencia de que cada episodio contiene infinidad de historias, todas de similar importancia. Lo inaudito puede suceder incluso en la propia habitación del hotel, en la cual, como todo es digital, el huésped se ve obligado a tomar un curso instantáneo para aprender a encender y apagar el televisor, y pasa lo mismo con la ducha. Por no saber programar el tablero de control, solo pude estar debajo del agua por cinco breves minutos. De pronto el agua se cortó y fue todo. Bueno, no todo, pues a los dos minutos se apagó también la luz del baño. Afortunadamente, no debí seguir ninguna instrucción para poder usar la toalla a oscuras. 


¿Qué hora será en el mundo ahora?, me pregunto acostado en la cama, cuando en China son las tres en punto de la tarde. Mientras mis ojos comienzan a ceder al brutal cansancio, siento una vaga felicidad por haber aprendido otra palabra en chino: Kĕkŏu Kĕlè (Coca Cola). Ahora son cinco las palabras que conozco. Y mañana voy a aprender la sexta: “baishì kělè”. Porque a mí me gusta la Pepsi. 
 

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