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El caso Assange

Assange y Wikileaks irrumpieron en la escena mediática global ubicando una nueva plataforma para la sociopolítica planetaria
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18 de julio de 2019 a las 05:04

Por Julio Echeverría*

En junio de 2012, ingresaba a la Embajada ecuatoriana en Londres un Julian Assange envuelto en un halo de heroicidad como la persona que destapó información secreta de los Estados Unidos, donde se mostraban violaciones a los derechos humanos y a la libre determinación de los pueblos, perpetradas mediante operaciones militares o de manejo diplomático. Siete años más tarde, el ciberactivista, golpeado física y psicológicamente por el largo encierro, enfrenta condiciones más difíciles que las que forzaron su solicitud de asilo. Cumple prisión por haber violado la libertad condicional en Reino Unido, y es reclamado en extradición por los Estados Unidos, acusado de 17 delitos contra la seguridad que podrían significar penas de prisión que rebasan de largo su expectativa de vida.

Pero el deterioro de Assange no se reduce solamente a su salud o su condición legal, se refiere en lo fundamental al eclipsamiento de su imagen inicial, la del hacker en búsqueda de transparencia frente a los ocultamientos del poder y su sustitución por el activista que realiza operaciones de incidencia política, en una trasnochada recuperación de las lógicas de enfrentamiento propias de la guerra fria.

Assange y Wikileaks irrumpieron en la escena mediática global ubicando una nueva plataforma para la sociopolítica planetaria que antes no existía: la del enfrentamiento entre tecnología y soberanismos. La emergencia de las nuevas tecnologías de la comunicación planteaba la posibilidad de un acceso directo a fuentes de información que antes aparecían blindadas o protegidas por las soberanías estatales nacionales; la tecnología podía ponerse al servicio de los derechos humanos muchas veces ‘sacrificados’ por las necesidades de la ‘razón de Estado’. ¿Cómo explicar la metamorfosis de Assange de valuarte de la libertad de información y expresión a promotor de la post-verdad, que utiliza la información resultante de sus operaciones de hackeo para desestabilizar regímenes e interferir en asuntos internos de otros estados, como lo hizo en el conflicto catalán, impulsando la tesis del independentismo, o alineándose con los servicios secretos rusos en su ataque a la candidatura demócrata de Hillary Clinton? ¿O su coincidencia, por no decir identificación, con la estrategia geopolítica de Putin, en el marco de la estrambótica relación con el régimen de Correa, quien lo alojó o recluyó, como quiera vérselo, en la embajada ecuatoriana de Londres?

Assange no es un espía que está al servicio de un estado enemigo, como seguramente quiso verlo Correa, sino la materialización de la capacidad de interpenetración ofrecida por las actuales tecnologías de información. Su presencia expresa las nuevas lógicas de la política contemporánea: un filtrador de información cuya motivación responde a la percepción de que las libertades de los ciudadanos han sido o pueden ser violadas; pero también de quien usa la información con fines contrarios a la transparencia informativa y a la defensa de derechos.

El caso Assange, como en su momento el caso Snowden, advierte sobre la contingencia y vulnerabilidad en la cual se reproducen las sociedades contemporáneas, una complejidad que exige de conceptos y aprestamientos institucionales que vayan más allá de explicar el fenómeno como operación de espionaje a la integridad de los Estados. Desde el periodismo, puede ser legítimo el uso de filtraciones para poner a disposición de la ciudadanía información sobre la conducta de sus gobiernos, cuando éstos la ocultan a nombre de la seguridad nacional. La defensa de Assange de que estaba actuando como periodista cuando descubrió y expuso información militar y diplomática pone en juego en este caso, efectivamente, los temas de la libertad de expresión y del oficio del periodismo. Conviene al interés público acceder a información relevante que evidencie violación de derechos o exponga a actores públicos y privados en casos de corrupción, aunque los procedimientos utilizados puedan presentar desafíos éticos al ejercicio del periodismo.

Pero no solo los estados son objeto del escrutinio informático. La realidad de los individuos está construida cada vez más sobre la circulación de informaciones, lo que les vuelve vulnerables a la observación de su privacidad por parte de los estados, o de otros poderes discrecionales. Las tecnologías de la información evolucionan a pasos agigantados; procesan una masa de información cada vez mayor, lo que conduce a identificar tendencias de conducta de los ciudadanos, sobre las cuales se puede después incidir, reforzando la conducción (manipulación) de preferencias en los ámbitos del mercado, pero también de la política y de la configuración de valores y de significaciones sociales.

Mas allá de la imagen de Assange como el Robbin Hood de la nueva era comunicacional-tecnológica, el caso evidencia la presencia de nuevos actores y nuevas lógicas de incidencia política que giran en torno a las tecnologías de la comunicación, a su utilización para condicionar conductas y comportamientos políticos, pero sobre todo a su capacidad potencial de romper toda barrera que quiera interponerse para resguardar la información con la cual se reproducen las lógicas del poder.

*Julio Echeverría, es doctor en sociología y politólogo, profesor de la Universidad Central del Ecuador, especializado en análisis político e institucional, en sociología de la cultura y del urbanismo. 

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