El comunicador Humberto de Vargas se emborrachó, salió a manejar, lo detuvo la policía y, ya en la comisaría, se quiso pelear con los gendarmes. ¿Es este hecho noticia? Si se le quiere dar a esa palabra el significado de un hecho relevante, de algo raro como que un hombre muerda a un perro, entonces no, no es noticia.
¿Es de interés público? Yo creo que no. Pero me equivoco: las notas con todo lo relativo al affaire De Vargas fueron de las más leídas en El Observador. Los lectores se vieron convocados por el incidente más que por cualquier acontecimiento de esos que uno considera importantes: combate a la pobreza, suba de la inflación, ley de urgencia, Mercosur, etc, etc.
A De Vargas le toco pagar el famoso precio de la fama, fama que en Uruguay tiene un alcance módico. Este famoso uruguayo cuenta en su currículum la conducción de algunos programas de Canal 10 y una voz reconocible en la promoción de la grilla de esa emisora.
De Vargas no es un funcionario público de esos a los que les pagamos el sueldo y, por tanto, están y con razón, bajo el ojo tutelar de la gente y de los medios de comunicación.
Este hombre sale en la tele y, solo por eso, sus errores y faltas quedaron expuestos ante la opinión pública. Si se hubiera llamado Juan Pérez, como tantos Juanes Pérez que se emborrachan, manejan y son detenidos, nadie se hubiera enterado del episodio.
Cuando De Vargas eligió su oficio, ¿firmó también un imaginario contrato que dejaba al desnudo sus acciones más allá de la pantalla? No, nadie está obligado a dar exámenes de moral solo por ser conocido.
Y en tiempos de redes sociales que magnifican lo insignificante y se ríen de lo importante, el rol del periodista se agiganta en la decisión de decidir lo que se publica y lo que no.
En el caso de De Vargas, los lectores fueron compinches de los medios y se dedicaron a leer las peripecias del caso con el morbo de quien observa un accidente de tránsito desde su coche.
En medio de esa coincidencia, quedó atrapado el locutor televisivo de la reconocible voz impostada.
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