Opinión > COLUMNA/VALENTÍN TRUJILLO

El escritor de tierra

Mo Yan, escritor chino premio nobel de literatura, recorrió Sudamérica hace unos días; su obra completa está editada en español y leerlo es una experiencia emotiva
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25 de agosto de 2019 a las 05:00

En el discurso de aceptación del premio Nobel de Literatura, en diciembre de 2012, el escritor chino Mo Yan (un seudónimo que significa ‘no hables’) contó cómo se hizo narrador y recordó a la persona que fue faro de su vida: su madre. 

Al morir ella, a mediados de la década de 1990, fue enterrada en un cementerio cercano al pueblo de Gaomi, donde había nacido Mo Yan en 1955. La industrialización de China y la necesidad de ampliar las redes de trenes hicieron remover el cementerio rural, porque por allí pasaría una nueva vía férrea. Cuando el escritor fue con sus hermanos a retirar el ataúd materno se encontró con que estaba despedazado, y el cuerpo se había fundido con el suelo: en esa imagen conmovedora, Mo Yan entendió que la madre se había vuelto tierra y que cuando habla de la “madre tierra” también hablaba de la mujer que lo había parido y lo había traído al mundo, ya fundida para siempre con el terreno que pisaba. 

Por lo tanto, no me parece desatinado titular esta columna sobre Mo Yan como un escritor de tierra, un narrador que está afianzado en las vidas de los campesinos que desde épocas milenarias trasiegan sus cuerpos y sus sueños en lo hondo de la naturaleza rural china, con sus enormes miserias y dificultades, pero también con sus deseos, creencias y fantasías. La mayor parte de su obra se centra en historias de campo, lideradas por personajes inmersos en un contexto que los cerca, los limita hasta el sofoco, los tortura y al mismo tiempo, de una forma muy particular, compleja para nuestra mirada occidental, los libera y les da alas invisibles para ganar en grandeza simbólica. 

Es el caso de la novela que acabo de terminar, El rábano transparente, editada en español –como toda la obra de Mo Yan– por la editorial Kailas. Es una novela corta, la primera que escribió el autor, en 1985, al inicio de una extensa obra narrativa. Cuenta la historia de Tizón, un niño pobre y huérfano, golpeado por una madrasta alcohólica, en una pequeña localidad del campo chino luego de la revolución, donde se está construyendo un dique para contener un río y así dominar las endémicas inundaciones. 

Lo que sufre el lector junto a Tizón, del que se burlan, golpean, ordenan, dejan sin comer e ignoran, estruja la garganta. El chiquilín no habla, nunca se sabe si por problemas innatos, por trastorno psicológico o por decisión. Vive en una comunidad de trabajo duro, come lo mínimo imprescindible, duerme a la intemperie, pica roca, aviva el fuego y rara vez baña su escuálido cuerpo. Y a pesar de todas las carencias, no podemos dejar de querer a Tizón, no podemos dejar de leer sus penurias terrosas, la suciedad, la dureza de las circunstancias (que quizás incluya la vida rural en cualquier sitio del mundo). Tizón es apenas un sobreviviente entre los millones de seres humanos que habitan ese país gigantesco e infinito. Tizón, en la tragedia de su individualidad, es una muestra del tránsito moderno de una nación antigua que avanzó –en palabras de Mo Yan, entrevistado hace unos días en Perú– en cuatro décadas lo que el resto del mundo hizo en cuatro siglos. 

El premio nobel chino anduvo por Sudamérica, más precisamente invitado a la Feria Internacional del Libro de Lima, y también aprovechó para visitar Santiago de Chile. Inevitablemente, en cada entrevista vuelve a hablar de su tierra y del sentido de la literatura como oficio, y la sinceridad le brota de los labios.

“No rinde económicamente, no puede evitar guerras ni generar cosechas en la agricultura. Sin embargo, la literatura puede ampliar nuestra mente y mejorar nuestra estética. Nos hace diferenciar la belleza de la fealdad y nos ayuda a entender la humanidad. La literatura es la única forma de entender este mundo“, declaró al diario peruano El Comercio. 
 

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