Eduardo Espina

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El espejismo del cambio horario

A partir del domingo serán dos las horas de diferencia entre Uruguay y Nueva York, y cinco en relación a California
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01 de noviembre de 2019 a las 05:03

A mediados de la década de 1980, cuando ni el mundo ni yo éramos los mismos, viví por un tiempo que fueron años en un pueblo remoto del estado de Massachusetts, el cual, en condiciones climáticas normales, quedaba a varias horas en auto de Boston, y a pocos minutos de la nada. Debido a las pésimas condiciones climáticas que debían padecerse por tantos meses continuos, era un pueblo que fácilmente calificaba para ser considerado infame, por más que algunos lo encontraban ‘idílico’, pues cada tanto aparecía un oso goloso buscando comida en los tachos de basura. Pero yo no quería osos callejeros (con Yogui cada tanto en la televisión me bastaba), sino días de sol, cuya escasez era preocupante.

De tanta grisura, uno, como la canción de Julio Iglesias, se olvidaba de vivir. Los inviernos llegaban con crueles temperaturas bajo cero y ráfagas heladas de viento impredecible. El permanente color blanco que adquirían la naturaleza y las casas recordaba a los lugareños que la presencia de la nieve sería ubicua durante varios meses. La primera nevada caía a mediados de octubre y la última, a mediados de mayo. Lo más aterrador del lugar, sobre todo en invierno, era la falta de luz natural.

Si bien las jornadas parecían interminables, la luz del día duraba poco. Y esa brevedad se acentuaba a fines de octubre o principios de noviembre, cuando llegaba el cambio horario y la hora era atrasada. De esa forma lo percibía mi organismo. Nunca entendí las razones esgrimidas para justificar el cambio horario, pero mi vecina de por entonces, una octogenaria que se despertaba con los gallos, afirmaba que era justificable pues había luz natural a la hora de llevar los niños a la escuela y de ir a trabajar.

Sin embargo, ningún argumento llegó nunca a convencerme, pues para mí lo más terrible era que la noche llegaba a las 3.45 de la tarde aproximadamente, aunque había días –los nublados– en los que oscurecía incluso antes. En un sitio así, era imposible vivir olvidándose de las cosas malas de la vida. El cambio de horario no mejoraba mi estado de ánimo. Por el contrario, lograba empeorarlo sin necesitar de mi ayuda. Puesto que oscurecía a las 3 de la tarde, luego de cuatro horas de oscuridad, es decir, a las 7, uno sentía que la medianoche estaba por llegar, cuando en verdad todavía faltaban cinco horas. Era como vivir en un apagón constante. Lo único peor eran Alaska y Groenlandia, con su oscuridad permanente durante el invierno.

Nada, ni siquiera el cambio horario, es capaz de mejorar al invierno. La grisura y el frío nada tienen que ver con la hora que marca el reloj ni con los desolados paisajes asociados a la estación helada. El termómetro de la vida no depende del veredicto de los ojos, sino que de un medidor anímico situado en el cerebro, al cual la falta de luz afecta en gran manera. Los del invierno son tiempos para padecer, porque la vida parece no estar completa en los meses correspondientes a esa estación.

En el hemisferio norte, tras la caída de las hojas de los árboles, viene ahora el frío acompañado de todo eso que la mayoría de los seres humanos detesta (excluyo de la lista a quienes viven en Siberia y Mongolia, pues dos amigos poetas nacidos en esas landas me dijeron que les encantan el frío y la nieve). Así pues, los días se acortarán, y la idea disfrazada de ilusión de que con el cambio horario se ahorra energía, de poco servirá a la hora de compensar por los desajustes psicológicos y los bajones anímicos que se sienten en esos días cuando a las cuatro de la tarde ya es de noche.

Al respecto, un par de estudios realizados años atrás indica que la mayoría de la población de aquellos países que durante el otoño atrasan la hora reportó efectos perjudiciales en la salud. Hay quienes afirman que la gente maneja peor en aquella época del año cuando se atrasa la hora. Dos estados de la Unión Americana, Arizona y Hawai, no adelantan la hora, aunque por otras razones.

El cambio horario comenzó a implementarse durante la primera guerra mundial en aquellos países que querían conservar energía y reducir el uso de luz artificial. Pero el tema ya estaba en discusión desde antes. En 1784, contrario a lo que cree un número creciente de ciudadanos estadounidense que quieren terminar de una vez por toda con los cambios regulares del horario dos veces por año, Benjamin Franklin defendía los cambios horarios por considerarlos beneficiosos. Beneficiosos o no, han regresado.  

En el hemisferio norte, México y Estados Unidos atrasan la hora. El primer país lo hizo la semana pasada, el segundo, en la madrugada del domingo 3 de noviembre. Así pues, ahora los relojes de Montevideo estarán dos horas adelantados con respecto a los de Nueva York (hora del Este), tres en relación a Houston, Chicago y Dallas (hora del Centro), y cinco con respecto a California (hora del Oeste). Les será útil saberlo a quienes tienen familiares en esos dos países y piensan llamarlos durante las fiestas navideñas. Papá Noel no llega a la misma hora en todas partes.

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