Martín Natalevich

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El gol de Suárez contra los ingleses que grité en Londres

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29 de junio de 2018 a las 05:00
El 22 de mayo de 2014 me desperté con el sol en la cara un minuto antes que sonara el despertador del teléfono. En Londres se anunciaba otro verano de calor que contrastaba con la pasividad de los ingleses ante el Mundial que tocaba la puerta. Quizás la sibila británica les había presagiado en los alrededores de Buckingham sobre la decepción que se llevarían días después. Como fuera, ese jueves era otra mañana con ruido de subte en la capital de la Commonwelath y aunque ese sonido traspasaba mi ventana todavía no podía discernir en qué fase del sueño estaba.

En ese estado de vigilia cacé el celular y abrí Twitter. En la primera de cambio, sin anestesia, me topé con la noticia que el Uruguay entero había comentado durante toda la tarde noche anterior y que mi sueño tempranero -y la diferencia horaria- a me habían privado de conocer. Al principio pensé que era una joda. Y tuve que leer el titular varias veces para caer en la cuenta que la peor noticia esperable a dos semanas del Mundial de Brasil era una realidad.

Vivir en Inglaterra y no seguir de cerca la campaña de Luis Suárez en el Liverpool era imposible. Cuando en la universidad me presentaba con mis credenciales identitarias –un orgullo que se sabe que se agranda cuando se está lejos-me pedían siempre una valoración moral sobre mordidas (el episodio con el lateral del Chelsea, Ivanovic, ya había sucedido), aptitudes de juego y ética deportiva (también formaba parte del pasado el episodio con el lateral del Machester United, Evra y la mano que dejó a los ghaneses sin un gol en Sudáfrica 2010). Los ingleses me agarraban de conejillo de indias para ensayar sus argumentos sobre un tema que les fascinaba. Para alguno de ellos Suárez era una sinécdoque del fútbol uruguayo. Pero había algunas excepciones: un amigo escocés también recordaba el fantástico cabezazo al aire de Víctor Púa en Corea y Japón 2002.

A ese escocés interesado yo le explicaba que ese cabezazo que intentó empujar –junto a otros 3 millones de cabezazos- una pelota que no se entiende como no entró había sepultado el amor de un joven de 17 años por su selección. Le conté que después de ese Mundial me había prometido un pacto de desinterés y que esa promesa solo se quebró de manera mágica con esa picada que no requiere de explicación ocho años después.

Que Suárez se rompiera era, a todas luces, una decepción diferente. Eso fue lo que le intenté explicar al escocés. La lesión del mejor jugador uruguayo había sacudido la modorra de los ingleses que hacía uso del mejor atributo que le dio el periodismo deportivo a la humanidad: la especulación. ¿Llegaría o no al partido del 19 de junio?

Esa pregunta se respondió ese día. Decidí verlo en casa con lo más parecido a una picada en el día de mi cumpleaños. Mi esposa, una pareja de amigos uruguayos que nos visitaba y un amigo italiano de Londres completaban el plantel. (Con el italiano decidimos ver el último partido de la serie cada uno en su casa). En la mañana me había paseado por Notting Hill con la celeste para subir la gradación del terrajómetro y, aún así, no logré ni un solo comentario.
Mi recuerdo de ese partido se resume a esta imagen: gritando con medio cuerpo fuera de una pequeña ventana que daba a un jardín. Quedé con las mejillas tan rojas que parecía un inglés autóctono. Mientras me preparaba para escribir una crónica el eco del grito seguía rebotando contra algunas paredes y se extendió más allá del Earls Court Center para perderse en la estación donde el subte iba y venía como casi siempre.

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