Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

El maestro que perdió la edad

Se estrena 15:17 Tren a París, la nueva película del gran Clint Eastwood
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11 de febrero de 2018 a las 05:00
A los 87 años, edad en que otros seres humanos gozan de su jubilación o están muertos, Clint Eastwood acaba de agregar un nuevo filme a su ya larga y brillante filmografía. Esta semana se estrenó en Uruguay 15:17 Tren a París, película que cuenta la historia de tres estadounidenses (dos de ellos ex militares) que arriesgaron su vida para detener un ataque terrorista en un tren de alta velocidad que viajaba de Ámsterdam a París. Como en su filme previo, Sully: hazaña en el Hudson, Eastwood vuelve a recurrir a hechos provenientes de la realidad para ejercer su indiscutida maestría a la hora de narrar con mínimos recursos y sobriedad, y sin cargar las tintas de la historia con sentimentalismos y retoques dramáticos innecesarios.

Ha pasado medio siglo y pico desde que el rostro de Eastwood se hizo popular en una serie televisiva en la cual debutó la imagen que muchos pensaron lo acompañaría por el resto de su carrera; la de cowboy con mayor atractivo físico que John Wayne. A mediados de la década de 1950 Eastwood comenzó a pisar medianamente fuerte en Hollywood, aunque sus dones como actor fueron en principio cuestionados, habiendo atribuido el periodismo su éxito al hecho de protagonizar una serie televisiva con buen rating, Rawhide (1954-1963), y no precisamente a su talento. No obstante, y he aquí una peculiar ironía que el octogenario artista tomaría con gesto condescendiente, Eastwood debe figurar en la lista de los cinco actores que mejor han interpretado a un cowboy, ahí, cabeza a cabeza con Wayne, y Gary Cooper. Aunque esto por sí solo le garantiza una inmortalidad con sello propio, la del actor que aportó otra perspectiva a la imagen del vaquero, y agregó complejidad a la psicología de este, en verdad su definitivo lugar en la historia del cine se debe a su trabajo como director.

La carrera de Eastwood es una de las más extrañas y con mayor cantidad de vueltas de tuerca en la historia del cine, porque en un lapso de medio siglo pasó de ser considerado actor de limitado talento a convertirse en uno de los directores con mayor consistencia, durabilidad y rigor de los últimos cincuenta años, situado en la misma liga que Steven Spielberg, Martin Scorsese, o Woody Allen. Algunos de sus filmes más contundentes, Río místico o Gran Torino, califican con facilidad para integrar la lista de clásicos coleccionables, en la cual debe también figurar su primer largometraje, Obsesión mortal, de 1971, en el cual asoman ya los rasgos definidos de un estilo propio para interpretar, a partir de la mirada, la realidad y el comportamiento humano: un estilo intenso y carente de adjetivación.

Entre 1971 y 2018 Eastwood ha dirigido 36 películas y ha actuado en unas sesenta. Si bien en su prolongada carrera como actor hay cumbres y altibajos, en su filmografía como director resulta imposible encontrar un filme prescindible, pues siempre, incluso en películas con más olor a cine de matinée, la narración sobrevive invicta. Son pocos quienes detrás de cámaras saben contar tan bien una historia de principio a fin como Eastwood, quien desde su debut aprendió, y enseñó, el raro arte de no defraudar a la inteligencia, la cual a la hora de entretenerse es muy exigente y no acepta fáciles coartadas ni chabacanos pasatiempos. La variedad de registros que Eastwood ha logrado, y la diversidad de temas que ha encarado, lo convierten en un caso aparte, un ejemplo idiosincrásico de lucidez al servicio de una visión ética de la realidad.

Pocos son los directores de cine que logran hacer películas memorables después de cumplidos los 60 años de edad y menos luego de los 70. Luis Buñuel dirigió la genial Ese oscuro objeto del deseo cuando tenía 77 años. Akira Kurosawa había cumplido 75 al dirigir Ran, extraordinaria, y a los 76 años Robert Altman dirigió Gosford Park, obra memorable. El portugués Manoel de Oliveira filmó su última película cuando tenía 103 años, récord que difícilmente será superado. A los 87 años, Eastwood sigue haciendo cine de primer nivel, es decir, poniéndose viejo al revés. Diez años atrás, cuando tenía 77, dirigió Gran Torino, lección de sabiduría de observación y economía narrativa en la cual, con esa pedagogía tan necesaria para nuestros días, ha enseñado que en un mundo impío el comportamiento tiene serios problemas para ser políticamente correcto y sintetizar una visión del mundo unitaria y compartible por todos.

El mundo cambió mucho desde que Clint Eastwood debutó en cine en 1955 en la película La revancha del monstruo. En ese largo período de más de medio siglo, el actor-director, o viceversa, aprendió a la perfección el difícil cometido de progresar en su propia metamorfosis, habiendo pasado de ser el galán con el pecho al descubierto, tal cual apareció retratado en infinidad de revistas a principios de la década de 1960, encarnando la imagen de un James Dean más viril y luciendo remeras Lacoste, en fotos que perpetuaban su imagen de masculinidad a prueba de estereotipos, de eso tan circunstancial que ya conocemos bien, a convertirse en el abuelo interminable del cine, alguien capaz de convertir historias menores y malas novelas en películas narrativa y dramáticamente notables, como son los casos de Los imperdonables y Los puentes de Madison.

Durante décadas atacado de manera sistemática por el statu quo ideológico uruguayo, tan nouvelle vague y dogmático, tan anti-Eastwood antes y tan anti-Spielberg después, Clint Eastwood sigue reinventando el cine de historias de realismo íntimo, esas que deben mirarse con el oído pegado a la pantalla. En la mocedad de su crepúsculo, el escéptico republicano que nos recuerda que para los derrotados en esta vida no hay segunda oportunidad ni siquiera una primera del todo completa, continúa en la intemperie de las emociones haciendo cine sin accesorios, poniendo en aprietos al lado oscuro y menos posible del sueño americano. Insólita proeza: hace películas sobre gente verdadera que nos dicen desde su emocionada, incuestionable calidad, que la vida es fatal y fatalista, y que puede hacerse cine de entretenimiento sin excluir al pensamiento. Allí la juventud y el corazón pueden seguir aprendiendo, y sobre todo prestar atención a las cosas que la vida pone ante los ojos para que las veamos libradas de ideología, religión y trampas: tal como deben verse las cosas que hablan del alma.
En la gran fábrica de ilusiones todos deberían aprender del inacabable Clint, para que el cine inspire y entretenga con historias humanas, carentes de efectos especiales y de golpes bajos, y que sobre todo aprendan los recién llegados el arduo arte de emocionar, hacer reflexionar y transmitir al espectador la idea de que el cine no es una pérdida de tiempo, un escapismo banal, ni una excusa para meterse en una sala oscura a tragar pop y tomar refresco. Entonces, cómo agradecerle a alguien que en tiempos de tanta rastrera banalidad ideológica y estética sigue hablando con imágenes y palabras mayores sobre aquellas cosas que verdaderamente importan en la vida y a las cuales deberíamos prestarles mejor atención: la amistad, la lealtad, la ternura, la familia, la gallardía, el heroísmo, y la simpleza de amar a los demás simplemente porque son nuestros semejantes. Río místico, Million Dollar Baby (tan llena de box, de voz, de vida y poesía cruel) y Gran Torino (relatos espirituales donde la religión la pone cada uno por su cuenta) han situado a Eastwood donde hace tiempo ya está por derecho propio: entre los pocos que aún tienen algo para decir.

Si fuera de izquierda, la crítica lo tendría por genio, pero como es republicano, ergo, visto como un tipo de derecha, le siguen poniendo peros, sobre todo en esta parte al sur de América. Habrá pues que agradecerle a sus genes que el paso del tiempo no lo haya desgastado y que, por el contrario, lo mantenga en un provechoso proceso de constante actualización, sorprendiendo y emocionando a quienes siempre lo hemos admirado, y también a aquellos que antes lo denigraban y ahora no saben qué decir.

Clint Eastwood ha redimido a la realidad con historias de ficción que en la pantalla son la única realidad a la que queremos conocer y, si es posible, entender. El penúltimo grande de Hollywood permanece activo, como réplica perfecta de un Johnnie Walker escapado de la botella, tan campante, quizás para decirnos que en estos días nuevos lo único ficticio en su vida es la vejez.

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