Miguel Arregui

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El mundo abusó de Keynes hasta matarlo

De por qué muchos políticos, de izquierda a derecha, se abrazan a un antiguo y célebre economista inglés (IV)
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27 de mayo de 2020 a las 05:01

Gran Bretaña emergió de la Segunda Guerra Mundial en quiebra. El Partido Laborista, que regresó al gobierno en julio de 1945, después de derrotar sorpresivamente a los conservadores del primer ministro Winston Churchill, el gran símbolo guerrero, llevó adelante una política de estatizaciones y racionamiento. 

Los laboristas, fuertemente influidos por las ideas socialistas y los sindicatos, nacionalizaron el Banco de Inglaterra y las industrias del carbón, el gas, la producción de energía, los ferrocarriles y la metalúrgica. 

El Estado británico negoció con las empresas privadas la venta de activos en casi todo el mundo, como ferrocarriles, tranvías, teléfonos o agua potable, incluso al Estado uruguayo y a otros de América del Sur, a cambio de la enorme deuda acumulada por abastecimientos de guerra.

Cómo licuar deudas y gastos del Estado

Los gobiernos británicos de posguerra también licuaron parte de los gigantescos pasivos acumulados por el Estado depreciando su moneda, la libra esterlina, que decayó gradualmente ante el dólar estadounidense. Todas las devaluaciones provocadas persiguen exactamente eso: reducir los gastos del Estado.

Ese activismo estatista y monetario en parte fue inspirado en las ideas de John Maynard Keynes, un economista que se hizo popular en las décadas de 1920 y 1930. Él propuso combatir la depresión y el desempleo mediante una gran expansión del gasto estatal, del crédito de las obras públicas y de la emisión de dinero (ver los capítulos anteriores de esta serie).

La Gran Depresión parecía el cumplimiento de la profecía de Karl Marx de que el capitalismo se hundiría luego de grandes crisis económicas, el empobrecimiento de las mayorías y una revolución sangrienta y total, al estilo de la Revolución Francesa de 1789.

La depresión ayudó decisivamente a la entronización de los nazis en Alemania en 1933; e incluso América Latina sufrió cambios drásticos de gobierno, diez de ellos mediante golpe de Estado, como en Uruguay en 1933.

Las herramientas de política económica del keynesianismo fueron tomadas con fervor por muchos gobiernos, y probadas hasta su agotamiento en la década de 1970 por “estanflación”: una letal combinación de estancamiento e inflación que también Uruguay padeció durante casi medio siglo a partir de 1950. 

Aún hoy el keynesianismo es reivindicado por ciertos sectores de izquierda, y también por populistas de derecha. 

Pero Kenyes, un culto y arrogante docente de la Universidad de Cambridge, predicaba un capitalismo reformado precisamente para preservarlo, no para superarlo, o destruirlo. De hecho, a partir de 1942 y hasta su muerte en 1946, integró la muy aristocrática Cámara de los Lores, en representación del Partido Liberal británico, un sector político menor pero decisivo durante buena parte del siglo XX.

Keynes despreciaba el comunismo, “salvo como religión”, y también la obra de Karl Marx. “Mis sentimientos hacia ‘El capital’ son los mismos que hacia el Corán”, señaló. “¿Cómo pudieron cualquiera de estos dos libros llevar el fuego y la espada a medio mundo? Me supera”.

John Maynard Keynes también fue uno de los ideólogos del sistema monetario de postguerra (acordado en Bretton Woods, Estados Unidos, 1944), y de la creación del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, aunque debió inclinarse ante el poderío del dólar estadounidense, que se transformó en la moneda universal. 

Una legión de intérpretes de lord Keynes en todo el mundo facilitó el envilecimiento de las monedas: la ruptura del vínculo entre la cantidad de dinero y el nivel de precios. 

La libra británica, que en 1914 valía 4,866 dólares, pasó a costar 4,03 dólares en 1945, al fin de la Segunda Guerra Mundial, y en 1949 apenas 2,4. Su caída no fue más pronunciada porque el dólar también se desvalorizó estrepitosamente, sobre todo a partir de 1971, cuando dejó de ser convertible en oro a la tasa fijada en Bretton Woods: 35 dólares la onza.

Muerte del keynesianismo

Milton Friedman, un destacado intelectual y economista estadounidense, ganador del premio Nobel y pope del liberalismo y cuestionador del keynesianismo, escribió en 1958: “La meta de un alto grado de estabilidad económica es indudablemente atractiva. Pero desgraciadamente nuestra capacidad de lograrla es limitada; ciertamente podemos evitar las fluctuaciones extremas; no sabemos lo suficiente para evitar fluctuaciones menores; el intento de hacer más de lo que está en nuestro poder constituye en sí mismo una perturbación que bien puede aumentar la inestabilidad, antes que disminuirla”.

En 1976 el primer ministro británico James Callaghan, del Partido Laborista, quien también había sido ministro de Hacienda, dijo a los líderes de su partido: “Solíamos pensar que siempre podríamos salirnos de una recesión gastando dinero y aumentar el nivel de empleo rebajando los impuestos y expandiendo los desembolsos. A fuer de sincero, les aseguro que esa opción ya no existe, y que, en la medida que jamás existió, solo funcionó inyectando mayores dosis de inflación en la economía a lo que siguieron siempre mayores niveles de desempleo. Esa es la historia de los últimos 20 años”.

Rebelión conservadora: Ronald Reagan, junto a su esposa Nancy, entrega en 1988 a Milton Friedman la Medalla Presidencial de la Libertad, la más alta condecoración civil de Estados Unidos

“A desacreditarse la economía inflacionaria, el saber convencional cambió”, según el resumen del historiador conservador británico Paul Johnson. “Keynes, o en todo caso el keynesianismo vulgarizado que estaba de moda desde 1945, se encontró desautorizado. F. A. Hayek y la Escuela de Viena, y Milton Friedman y la Escuela de Chicago se pusieron de moda. Adam Smith, modificado por Alfred Marshall, comenzó a parecer más importante que Marx modificado por Lenin”.

Gran Bretaña bajo Margaret Thatcher y su “capitalismo popular”, pero también Alemania, Japón y muchos otros países de vanguardia socioeconómica se desprendieron de empresas púbicas —bancos, ferrocarriles, compañías aéreas, energía eléctrica, combustibles, teléfonos— y transfirieron centenares de miles de empleados al sector privado. 

Gasto del Estado y el caso argentino

Ahora, de nuevo, se plantea el dilema gasto social-cuidado de los equilibrios macroeconómicos. Es un debate tramposo, y en buena medida una falsa oposición. Todos los países, sin excepción, deberán gastar mucho para paliar la crisis del coronavirus, y pagar después. Pero muchos no tienen de dónde sacar dinero, porque ya deben demasiado: tanto sus Estados, como sus familias. Han consumido durante mucho tiempo por encima de sus ingresos. 

Tarde o temprano habrá grandes ajustes para pagar las deudas y el gasto agregado ahora… o nuevos defaults, o nuevos procesos de estanflación, o una combinación de las tres cosas.

Hay que mirar la experiencia histórica de Uruguay, y de casi todos los países de América Latina, incluso, hasta hoy, de Venezuela y Argentina, para ver cuán vano es el esfuerzo de empujar la economía con más billetes, sin base real. 

El caso argentino actual es paradigmático, como tantas otras veces en la historia: la recaudación del gobierno cae por el parón económico; el gasto púbico aumenta por la asistencia social; el agujero fiscal, cada vez mayor, no se financia con crédito, porque el país no lo tiene; ni con mayor recaudación, pese a los nuevos impuestos, porque la maquinaria se detuvo. Se financia con dinero nuevo. 

El peso argentino se deprecia a una velocidad creciente desde 2014, y más aún desde 2018, por una regla económica elemental: cuanto mayor cantidad, menor valor. Las personas huyen de él.

Por ahora los precios suben con lentitud, no por los controles, que en estos casos son inútiles, sino por la caída de la demanda. Ocurre que las personas consumen cada vez menos: por precaución, por miedo, porque están encerradas, o porque han perdido sus ingresos. Pero, en algún momento de la reapertura, un golpe de inflación va a licuar el exceso de dinero que está tirando el gobierno, lo que significará más pobreza, un dólar libre por las nubes y desorden económico general.

Las opciones de Uruguay

El gobierno de Luis Lacalle Pou ni siquiera puede intentar remedios al estilo Keynes, pues el déficit que proponía el keynesianismo Uruguay ya lo tiene de sobra, y en aumento vertical debido a la caída de la recaudación y al crecimiento del gasto. 

Uruguay sí cuenta todavía con cierto crédito internacional, pese a que la deuda pública se acerca peligrosamente al 70% del PBI. Y podrá hacer obra pública por concesión a privados, como ocurre, para mayor fortuna del país, con la gigantesca planta de UPM frente a Paso de los Toros, el nuevo Ferrocarril Central y la terminal portuaria.

El Estado uruguayo tampoco podría licuar parte del déficit con un gran salto de inflación, a costa de asalariados y pasivos, como hace Argentina, y como se hizo en Uruguay tantas veces entre 1950 y 1990. La Carta Orgánica del Banco Central, aprobada en 1995, limita severamente el crédito que puede darle al gobierno.

De todos modos, el Banco Central uruguayo todavía puede emitir lo suficiente como para recaudar con una inflación que siempre está cerca del 10%, y que va licuando gradualmente los ingresos de los trabajadores y pasivos, hasta el reajuste anual. Esa es la razón principal por la que las personas siguen prefiriendo el dólar, que es una pobre moneda, para ahorrar y transar bienes durables.
 

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