Huellas de sangre en el kibutz.

Nacional > La imagen de la guerra

El odio al otro: así se asesina en nombre de un dios

El día que la cancillería israelí les mostró a los periodistas uruguayos las imágenes en crudo que dispararon la guerra entre Israel y Hamás
Tiempo de lectura: -'
16 de noviembre de 2023 a las 19:55

Dos niños de siete, ocho o nueve años corren por el patio tomados de la mano de su padre. La cámara de seguridad del jardín graba los movimientos. Visten slip negro y más nada. Gritan. A lo lejos suenan disparos. Entran al galponcito del fondo, donde los habitantes de los kibutzim, esas cooperativas israelíes que delimitaron el Estado, suelen guardar las herramientas de trabajo, y, de pronto, un terrorista les tira una granada. ¡Pum! Sale humo. Mucho humo.

La nube grisácea apenas se despeja y deja ver un cuerpo que cae al suelo en seco. Es el padre. Los niños lloran: “¡Papá, papá!”. Pero el terrorista de Hamás, la fracción que gobierna de facto la franja de Gaza, no da tregua. Toma a los pequeños del brazo y los lleva al living de su casa. La cámara interior lo registra todo.

“¡Quiero ver a mi mamá!”. Uno de los niños, con la pierna izquierda bañada de sangre, susurra en hebreo. El terrorista no responde. “I want to see my mom”, insiste en un inglés bien pronunciado. Pero sigue sin recibir respuesta.

El terrorista está concentrado en matar. Abre la heladera, toma una botella traslúcida con líquido claro y pregunta en árabe: “¿Esto es vino?”. Tampoco recibe respuesta. Su religión —o mejor dicho su interpretación de su religión— le permite asesinar y secuestrar, pero no tomar alcohol. Opta por Coca-Cola. Da un sorbo con la satisfacción del deber cumplido. El deber que le inculcó un líder —y un contexto de miseria, claro— en nombre de Dios.

Afuera —afuera de esa casa— otras viviendas se incendian. Unos minutos antes, o tal vez después, uno de sus colegas terroristas intenta decapitar a un hombre que yace atónito en la cocina, con la remera de fútbol empapada de sangre. Le da con una azada. ¡Pum, paf, pim! “¡Dios es grande!”.

Es la mañana del 7 de octubre de 2023. En el kibutz Beeri todavía abraza el calor del desierto de un otoño que no abandonó la temperatura del verano. Días después, los reportes de las Fuerzas de Defensa de Israel dirán que un tercio de esa comunidad socialista murió masacrada. Otro tanto está desaparecido. Y si se cuentan los alrededores las víctimas ascienden a 1.100 civiles asesinados, otros 300 militares, 239 secuestrados, entre ellos una uruguaya.

Las imágenes van concatenándose unas tras otras, casi sin edición. La Cancillería israelí cambió su política tradicional de preservación de la dignidad de las víctimas y, consentimiento de las familias mediante, enseña “en crudo” cuarenta y pocos minutos de una película de terror de no ficción que surge de los circuitos cerrados de videovigilancia, de las cámaras que portaban los terroristas que luego murieron en tierra israelí, de celulares que subieron videos a las redes sociales, de GoPro que portaban los soldados israelíes cuando recuperaron el control de su territorio.

Es la tarde del 16 de noviembre de 2023. Desde  el coqueto Piso 40 de la torre World Trade Center, uno de los puntos más altos de Montevideo, los autos parecen diminutos puntos en movimiento sobre un lienzo de ciudad. Los periodistas apenas se distraen con ese afuera. Miran las imágenes del terror.

Un joven sentado en la penúltima fila del auditorio suspira cuando ve el cuerpo incinerado de una adolescente. En realidad no se sabe si es una adolescente: es la conjetura que puede sacarse por el tamaño, por los trozos de remera de Mickey que sobrevivieron al fuego, por las señales que da la pubertad.

Otra periodista mueve la pata de arriba abajo y viceversa. Ve lo que no quiere ver.

—¿Por qué hacen esto? —preguntará luego un tercer periodista al término de la proyección.

—Para que se sepa cómo empezó esta guerra que no quisimos, una guerra que es contra el grupo terrorista Hamás y no contra el pueblo palestino —responderá la embajadora de Israel en Uruguay en un inglés entrecortado por el llanto.

Es el mediodía del 7 de octubre de 2023, en la franja de Gaza y en el sur de Israel. Un terrorista llama a su padre para contarle que asesinó con sus propias manos a unos diez judíos. Para él son judíos, sionistas, israelíes. No le importa que cada uno de esos gentilicios signifique un concepto distinto. El odio no reconoce diferencias.

Su padre, del otro lado de la línea, festeja repitiendo “Dios es grande”. La madre llora de alegría.

Una vez le preguntaron a la expremier israelí Golda Meir cuándo habrá paz, y ella respondió: “Cuando los árabes amen a sus hijos, más de lo que nos odian a nosotros, entonces tendremos paz“. Meir, a quien se la comparó con Margaret Thatcher por su impronta de mujer ruda aunque ideológicamente estaban en las antípodas, lideraba el gobierno israelí cuando estalló “por sorpresa” la guerra del Día del Perdón. Le llovieron críticas y hasta la acorralaron para su renuncia, pero ella insistió: ““El hecho de ser abuela, me da la certeza de que la paz llegará algún día al Medio Oriente: sé que también hay abuelas en Egipto, Jordania y Siria, que quieren que sus nietos vivan”.

Hay paz con Egipto, también con Jordania, estaba a punto de haberlo con Arabia Saudita antes de esas imágenes de los niños corriendo en slip viendo morir a su padre. A sus vecinos. A los vecinos de sus vecinos.

Morir como los perros

Dicen que los perros son los animales más cercanos a los humanos. Hasta hay quien los describe como “los mejores amigos del hombre”. Pero el lunfardo se ha empeñado en cargarles a eso cuadrúpedos la connotación de una muerte en solitario, en el abandono… “morir con los perros”.

Los terroristas de Hamás quieren entrar al kibutz Beeri, pero les es imposible desactivar el circuito eléctrico del enorme portón amarillo. Por eso esperan camuflados en los árboles la llegada de un lugareño en auto. Y ni bien el conductor aprieta el control remoto… ¡zas! Empieza la ráfaga de disparos. La sangre. El horror.

Un joven con fusil en mano avanza por las diminutas calles del vecindario y el primero que sale a su encuentro es un perro negro. Le dispara una, dos, tres veces. El perro cae al suelo como en cámara lenta. Así también mueren los perros.

El periodista que suspira al fondo del auditorio, ahora da pequeños saltitos con sus hombros al compás de cada disparo. Tal vez tiene mascota, tal vez solo piensa en la frialdad de dar muerte en nombre de un dios.

No tiene manera de distraerse. En tiempos de ansiedad controlada a fuerza de scrolleo en las historias de Instagram o revisión constante de mensajes de Whatsapp, al joven solo le queda ver los 43 minutos de película que se exhibe en el Piso 40. Su celular lo tuvo que dejar en la entrada, un requisito que puso la embajada de Israel por instrucción de las familias de las víctimas.

Un mes y una semana antes, otros —los que desprecian a otros— usaban su celular para dejar registro de sus trofeos de una guerra que no había siquiera empezado: a un gordo le patean la panza mientras está tendido en el suelo, a una veterana le ponen una bandera en la cabeza, a un taxista le disparan mientras maneja, a otro mientras corre por el campo. “¡Filmame, filmame!”.

Una pareja de jóvenes baila en una fiesta electrónica por la paz. Mueven la cabeza al ritmo de marcha, como esos gatitos dorados de plástico que gustan en el sudeste asiático. Se filman con la cámara interna de su celular, hacen un vivo en alguna red. Pero entran los terroristas. Corren. Se refugian en el hueco que encuentran.

Otros asistentes optan por esconderse en los baños químicos. Un terrorista abre fuego, gabinete por gabinete. Ni siquiera el joven astuto que se puso debajo de un auto salió vivo.

Los terroristas lo filman todo. Creen haberse ganado un pase libre al paraíso.

El ejército israelí toma control de la zona. Un soldado avanza entre la barra de tragos. No hay fiesta. Solo cadáveres en el suelo de tierra y heladeras que luego usarán para refrigerar a los cuerpos.

El soldado pide en hebreo “una señal de vida”. No ladran ni los perros.

La única señal es la del inicio de una guerra, motivada por quienes dicen haber recibido una señal divina que los encomienda a asesinar. Una señal de que la humanidad acaba siendo el enemigo de la propia humanidad. Una paz que se atraganta con cada “¡Dios es grande!”.

Comentarios

Registrate gratis y seguí navegando.

¿Ya estás registrado? iniciá sesión aquí.

Pasá de informarte a formar tu opinión.

Suscribite desde US$ 345 / mes

Elegí tu plan

Estás por alcanzar el límite de notas.

Suscribite ahora a

Te quedan 3 notas gratuitas.

Accedé ilimitado desde US$ 345 / mes

Esta es tu última nota gratuita.

Se parte de desde US$ 345 / mes

Alcanzaste el límite de notas gratuitas.

Elegí tu plan y accedé sin límites.

Ver planes

Contenido exclusivo de

Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.

Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá

Cargando...