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En Brasil, un día antes de la asonada: entre boicot y fractura

La polarización entre los simpatizantes de Bolsonaro y de Lula Da Silva divide a los brasileños
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10 de enero de 2023 a las 09:33

Pasamos una semana de vacaciones en un pequeño balneario del estado de Santa Catarina.

Nos alojamos en una posada más bien pequeña, a pocos metros de la playa. 

Llegamos el 31 de diciembre de noche, a pocas horas del cambio de año. El balneario, pequeño y alejado de las grandes masas de turistas, no ofrecía muchos lugares para cenar en una fecha tan especial. 

El dueño de la posada, un joven empresario, tuvo el gesto de esperarnos con una cena preparada, con vino y espumante incluido, que no nos quiso cobrar de ninguna manera.

Esa fue la tónica de su atención: un anfitrión muy atento y amable.

Llegamos, además, en una fecha muy especial para Brasil, porque esa medianoche, cuando brindábamos por el nuevo año, se terminaba el gobierno de Jair Bolsonaro y Lula Da Silva volvía al poder.

Sin embargo, en el pequeño balneario nada denotaba la trascendencia del momento, ni la tensión política que todo Brasil vive desde hace mucho tiempo.

Santa Catarina es uno de los estados cuya opinión pública más cambió en los últimos años. En la elección del 2002, Lula obtuvo allí el 56% de los votos de la primera vuelta, su mejor resultado en todo el país. En cambio, en el primer turno de las últimas elecciones, el estado se inclinó decididamente por Bolsonaro, que consiguió más del 62% de los votos.

Sospeché que el dueño de la posada era bolsonarista un día que, al cambiarme unos dólares por reales, deslizó un breve e irónico comentario acerca que, ahora que Lula había vuelto a ser presidente, ya nada podía preverse sobre el rumbo de la economía.

De todos modos, fue apenas una frase dicha al pasar. La semana continuó alejada de las noticias y de la política. Así hasta el último día.

Esa tarde, el dueño de la posada se acercó a preguntarnos cómo habíamos pasado. Le agradecimos mucho todas sus atenciones. Una cosa llevó a la otra y nos pusimos a conversar.

Contó que nació en ese pequeño balneario y que nunca quiso radicarse en la ciudad. Que tiene un título universitario. Que, además de la posada, es dueño de otra empresa vinculada a la construcción, que es un boom en el cercano balneario de Camboriú, al que muchos llaman “la Dubai de América”.

Hablamos de los rascacielos de 70, 80 y 90 pisos que se han construido allí, de inversiones de Neymar y Cristiano Ronaldo en la zona, de cómo se contaminó su playa, de cómo los rascacielos por momentos no dejan llegar el sol a la playa.

Conversamos de cómo es el invierno catarinense, de las ciudades del estado que ofrecen estudios terciarios, de algunas obras públicas notables que se han hecho en la zona y de tantas otras cosas.

Fue una larga conversación. 

En un momento, ya no recuerdo a título de qué, el dueño de la posada anunció que él había votado a Bolsonaro.

Manifestó que temía que Brasil y Argentina unificaran sus monedas. Le dije que no creía que ningún gobernante racional de ningún país del mundo unificaría hoy su moneda con Argentina, pero no le sirvió de consuelo. Dijo que el nuevo ministro de Economía, Fernando Haddad, ya había manifestado su acuerdo con la idea. 

En verdad, Haddad había declarado todo lo contrario. “No hay moneda única, no hay tal propuesta, infórmate primero”, había dicho a los periodistas, apenas unos días antes de nuestra charla.

Sin perder su tono calmo de hablar, nuestro anfitrión siguió exhibiendo sus temores. En un momento mencionó que todavía había gente, mucha, que no aceptaba el resultado electoral y seguía acampando frente a unidades militares.

¿Entonces tú crees que hubo fraude? –le preguntó mi esposa.

El hombre dudó. Parecía no sentirse del todo cómodo afirmándolo, pero finalmente dijo que sí, que creía que había habido fraude. El engaño habría ocurrido en las urnas electrónicas más nuevas, que no habrían sido testeadas y auditadas, a diferencia de los modelos más viejos, ya usados en otras elecciones.

Esa versión, que circuló mucho en las redes, ha sido desmentida. La agencia de noticias AFP por ejemplo dedicó un largo artículo con entrevistas a los técnicos que trabajaron en esas certificaciones, pero nuestro interlocutor se mostró convencido de que allí se perpetró el fraude.

Fue eso y el voto masivo a favor de Lula en los estados del nordeste. La conversación tomó allí una nueva escalada. “Nosotros y nuestros amigos ya decidimos no ir más al Nordeste. Ya no vamos a sus playas. Podemos ir a Argentina, a Uruguay, que el Nordeste se quede con Lula”.

Palabras más, palabras menos, fue lo que anunció. Dijo el ya no iría más a Maragogi, una playa paradisíaca en el estado de Alagoas, donde nosotros habíamos estado años atrás, y donde otros brasileños como él nos habían atendido con igual esfuerzo y deferencia.

Un boicot entre brasileños. No había imaginado que la cosa llegara a tanto.

Nos quedamos en silencio y nuestro anfitrión remató la charla aclarándonos que, pese a todo, deseaba que a Lula le fuera bien, porque así le iría mejor a todos.

Pero sin ir a Maragogi.

Al día siguiente, hordas de miles de brasileños, más radicalizados, más convencidos de que hubo fraude, más violentos y más encerrados en sus irrespirables burbujas, tomaron por asalto las sedes de los tres poderes en Brasilia en un intento por generar un golpe de Estado. A su paso rompieron vidrios, muebles, cuadros y hasta orinaron o defecaron en los palacios de la democracia brasileña. Me hubiera gustado preguntarle al dueño de la posada qué pensaba de todo aquello, pero ya estábamos volando rumbo a Montevideo.

Viendo desde el aire ya no las aguas color turquesa del Atlántico catarinense sino el estuario amarronado del Plata, resultaba imposible no revivir paso a paso la conversación de unas horas antes.

¿Será esa la fractura que también a nosotros nos espera?

¿Será que las redes, los algoritmos y los políticos irresponsables nos arrastrarán a la violencia y al boicot entre nosotros mismos?

Me gustaría poder negarlo, pero no tengo la respuesta.

Pero de una cosa sí estoy convencido: en semejante coyuntura, el periodismo tiene un rol más importante que el de imitar a las redes y amplificar el eco de los fantasmas del algoritmo.

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