Opinión > COLUMNA/VALENTÍN TRUJILLO

Ese oscuro objeto de la casa

Cada tanto suena el teléfono de línea que descansa sobre una pesada mesa ratona de madera; las respuestas son siempre misteriosas
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07 de abril de 2019 a las 05:00

La tecnología, como el tiempo, es a veces perversa. No perdona. La velocidad de los cambios deja muchos objetos en la banquina de la evolución técnica, aparatos que se vuelven extraños, ajenos, arrumbados en el altillo del fondo del olvido. 


En ese sitio final ha quedado el teléfono de línea. La forma se ha transmutado y parece añejo y deforme.  La mano ya se desacostumbró a su tamaño, el cuerpo no termina de entender (o de recordar) un tubo que se encuentra atado al resto del aparato por un cable de rulos de plástico, también antiguo, que se asemeja a una señora saliendo con la cara asombrada de una peluquería a mediados de la década de 1980. Las teclas cuadradas, tan similares a las pastillas de los mosaicos del baño, tampoco han soportado el paso del tiempo y acompañan la decadencia alrededor. 


El tono del teléfono libre, que usaba en mi adolescencia para afinar la guitarra (porque me habían dicho que a falta de diapasón el tono “libre” era un la mayor perfecto y casi eterno), hoy suena como un viaje al pasado, una voz que desde allá lejos nos trae el rostro del que alguna vez fuimos. La nostalgia o la vergüenza obligan a cortar, y colocar el tubo en la horquilla (otro término innegablemente vetusto). 


Los celulares, tataranietos de Alexander Bell, como en una guerra sin cuartel entre primos hermanos, mataron a los teléfonos de línea. Los ataúdes son invisibles: en mi casa es una pequeña pero sólida mesita ratona de madera, con un vidrio que recubre la superficie, en un pasillo de comunicación entre el living y los dormitorios. Es un sitio oscuro y de pasaje, en el que nadie repara, salvo para no golpearse las rodillas. Allí fue a dar como un trasto más el teléfono, lejos del ubicuo celular que disfruta el calor de los bolsillos, los posabrazos de los sillones, las mesas del comedor o las losas de la cocina, amarrado a un cable y a una pared, como un buque que nunca más zarpará de la escollera.   
Como a un barrio de mala muerte, los que deambulan por ahí son voces en las márgenes, gente de otra era, producto de un error, de un negocio de cuarta categoría o, en año electoral como este que vivimos, para encuestas automáticas. 


Antes una llamada al teléfono de línea nos traía una voz cercana, un amigo, un familiar, una novia, alguien al que ansiábamos escuchar con todas nuestras ganas, una voz que poseía la fuerza que décadas antes cargaban las cartas escritas a mano (otras grandes olvidadas en épocas de emails y mensajes de todo tipo, color y formato).    


Ahora, como en una historia de Paul Auster, el sonido del ringtone del teléfono de línea sorprende en la casa, y genera la pequeña y misteriosa aventura de acercarse para adivinar quién puede ser el extraño ser que está del otro lado, acostumbrados a saber de antemano, con el nombre estampado en la pantalla, quién quiere comunicarse. 

Los celulares, tataranietos de Alexander Bell, como en una guerra sin cuartel entre primos hermanos, mataron a los teléfonos de línea


Entonces, atender el teléfono de línea se convierte en una anécdota. En la mayor parte de los casos, del otro lado hay un robot, la voz grabada y neutra (en general, de mujer) de una promoción, de un producto equis, o de un ente estatal que informa algo (en general, intrascendente). Otras veces, puede ser la voz cascada de una persona vieja (fieles usuarios del teléfono de línea), que llama a alguien que no encuentra, e insiste un par de intentos más aunque le digamos que el número está equivocado. 


Se suman otros conjuntos de categorías, como cuando suena y al atender comprendemos que es un familiar (que tiene el teléfono de línea grabado en un celular, porque ya no recuerda el número), para avisarnos que está llamando al celular (que está en silencio, claro). Las bases de datos pueden aterrarnos hasta el tuétano, cuando al levantar el tubo una voz desconocida nos dice nuestro nombre completo, y uno cree lo peor, pero enseguida entendemos que es una oferta de un seguro y cortamos arguyendo estar ocupados. 


De todos modos, mi llamada preferida en el teléfono de línea es la que suena a deshoras, la que nos toma distraídos, y caminamos pensando en otra cosa, y levantamos el tubo, y del otro lado hay solo silencio, y de pronto, cuando creemos que se trató de un error, se percibe una respiración. Un ser anónimo está tratando de hacer contacto, o vaya a saber uno qué pretende. Es quizá un latido secreto del propio aparato, que nos recuerda por unos segundos que vive en su olvidada eternidad. 

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