Más del 1% de la población uruguaya está penada hoy: 14.750 en cárceles y el resto con medidas alternativas

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Fue preso por violación y asesinato, lo prendieron fuego y al final era inocente

Advierten por errores “sistémicos” en casos de personas presas
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22 de octubre de 2022 a las 05:04

Después —dos años y cinco días de prisión después— la Justicia dirá que el asesino, violador y “peligro para la sociedad” era inocente. Pero para eso falta.

Naiara se agarraba la cabeza y lloraba. La aupaban y también lloraba. A las 10.10 de la mañana del lunes 11 de junio de 2018, unos 45 minutos después de haberse bebido la mamadera que el novio de su madre le había preparado, se desplomó y cesó de respirar. La médica forense que estudió el pequeño y delgado cadáver de la niña de dos años determinó que murió por un sangrado entre el cerebro y la membrana que lo rodea, por un edema encefálico y “violación anal”. Tres días después, la prensa tituló: “Padrastro a la cárcel por crimen de niña de dos años”.

Entonces el fiscal de Homicidios de turno, el hoy fiscal de Corte Juan Gómez, en base al “elemento objetivo” que le entregó la doctora, declaró: el sujeto “es un peligro para la sociedad” y debe estar preso. 

El señor Jorge (nombre ficticio) sufrió lo que “deben sufrir” los violadores, bajo esa lógica carcelaria en que el acoso sexual se penaliza, además de con años de prisión, con el dolor en carne propia: el incendio de la casa, la comida escupida, el toqueteo y el rociamiento con algún líquido inflamable para prenderlo fuego. La defensora de oficio Natalia Zanella lo visitaba tras las rejas y observaba cómo su defendido —quien desde un comienzo se declaró inocente— iba cediendo ante el horror, como si se hubiera propuesto dejarse llevar  por lo que parecía inevitable.

Pero los reiterados pedidos de libertad —mientras Jorge cumplía la prisión preventiva que el juez iba alargando ante cada pedido de la Fiscalía— eran en vano: estaba el diagnóstico categórico de la forense, un testimonio similar del médico de la policlínica más cercana y había un relato armado que evidenciaba que, al menos en las horas previas a la muerte de la niña, el imputado era el único que se encontraba con la pequeña. 

La madre de Naiara y Jorge mantenían un romance desde unos meses antes de la muerte de la pequeña. Solían convivir los fines de semana, iban a bailar los sábados por la noche y el último antes del fallecimiento de la niña no fue la excepción. El domingo, con un poco de resaca, la pareja pasó dormitando en su cuarto, mientras Naiara se quejaba por el dolor de cabeza. Entonces Jorge le rogó a la madre para que la lleve a la emergencia médica. Ante la negativa de la adulta responsable, el joven estuvo a punto de hacerlo él, pero enseguida pensó: “Si la llevo yo no la atenderán porque la tiene que llevar el padre o la madre, y yo no soy el padre”. Lo mismo pasó el lunes, cuando la pequeña seguía quejándose e incluso cuando vio cómo la madre le daba un cachetazo a la niña para cortarle el llanto. Ese —sabría después, dos años y cinco días de prisión después— había sido su pecado: no advertir a las autoridades a tiempo. Pero, ¿quién iría a creerle a un joven veinteañero, con algún antecedente penal, pobre e hijo de una feriante con dificultades para llegar a fin de mes?

El 2 de octubre se rememoró el Día Internacional de la Condena Errada. Para la conmemoración de este año, el Registro Nacional de Exoneraciones de Estados Unidos publicó un lapidario estudio que, entre sus conclusiones, dice: “Los estadounidenses negros tienen siete veces más probabilidades que los estadounidenses blancos de ser falsamente condenados por delitos graves”. Ese mismo registro, con datos de ese mismo país, afirma que los latinos tienen más chances de caer presos injustamente que sus pares nativos. Y que cada año “hay más personas absueltas porque cada vez hay más personas inocentes encarceladas”.

Entre el 1 día de febrero de 2019 y el 31 de diciembre de 2021 (período en que las estadísticas de la Fiscalía están públicas), se imputaron o condenaron 51.660 personas. De todos esos casos, hubo 61 absoluciones. Y la defensora Zanella estaba convencida que su defendido era uno de esos casos.

“A veces tenemos que pelear con un escarbadientes y es difícil darle al defendido más esfuerzos de los que están a nuestro alcance”, se lamenta Zanella, quien tuvo que renunciar a la defensa de Jorge. Pero antes de dejar el caso dio un paso clave: fue hasta la Cátedra de Medicina Legal de la Universidad de la República y pidió la revisión de la pericia forense.

Tras analizar las imágenes, los académicos no daban crédito de tamaño error que había cometido aquella forense que informó sobre la violación anal. “Es virtualmente imposible que la introducción de un pene erecto en los genitales o el ano de una niña de dos años no cause enormes destrozos en los canales y los tejidos”.

Una abogada privada tomó la defensa y continuó la misma línea de investigación. Las máximas cúpulas del Instituto Técnico Forense, dependiente del Poder Judicial, hicieron un ateneo médico y concluyeron lo mismo que los académicos: “No se constata penetración anal ni vaginal”.

Ante las nuevas pruebas, la Fiscalía de Gómez acordó con la defensa que el imputado asumiera que era culpable de un delito de encubrimiento (por no haber denunciado aquello que observaba en la niña), que la pena ya estaba cumplida por los dos años y cinco días de prisión preventiva que había padecido el hombre y que, siendo inocente, quedara en libertad.

En el mismo período en que hubo 61 absoluciones en Uruguay, hubo 42.604 casos que se resolvieron por un proceso abreviado o simplificado. Es decir: la reducción de la pena a cambio de que el imputado asuma los hechos que se le imputan y sin llegar a un juicio oral.

El hoy fiscal de Corte Gómez reconoce que, en su momento, se basó “en el elemento objetivo que era la pericia de la médica forense” y que, ante la gravedad de los delitos que se imputaban, era recomendable la solicitud de prisión preventiva. 

El defensor de oficio Diego Moreira es un “defensor del código nuevo”, pero cuestiona el “excesivo uso de la prisión preventiva que se da en Uruguay: siempre se justifica esa medida en la gravedad de los hechos, en los años de la eventual pena, o cualquier riesgo procesal”. Y lo dice con conocimiento de causa: en menos de cinco años tuvo más de cuatro absoluciones de defendidos suyos. El último fue el comentado primer transfemicidio que luego se determinó que había sido solo homicidio. A su defendido lo acusaban por una pena de 30 años de prisión pero pasó tres en cárcel preventiva y fue absuelto.

Gómez entiende que “en los sistemas guiados por seres humanos siempre está la posibilidad del error y, sobre todo, lo que debe primar es que exista la posibilidad de tener las debidas garantías”. Prueba de ello, dice, “hoy hay más de 14.750 personas cumpliendo prisión preventiva o la condena en la cárcel, además de unas 18.000 con medidas alternativas… el sistema funciona”.

Esa magnitud de personas penalizadas —más del 1% de la población uruguaya, sin contar que esa es una foto y no la película de todos aquellos que entran y salen por la puerta giratoria judicial— es para el comisionado parlamentario para las cárceles, Juan Miguel Petit, la explicación de que cada vez haya más errores: “Cuanto más casos, como toda maquinaria, el margen de error es más grande. En Uruguay debería instalarse un verdadero Proyecto de Inocentes, como inició la Facultad de Derecho de Udelar en 2020, pero que no prosperó”.

La Universidad de Montevideo está craneando un proyecto de este tipo para que funcione con sus estudiantes de Derecho a partir del año que viene, y el leitmotiv está en la esencia de las sociedades regladas: “Toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario”.

El inocente Jorge parece hoy menos inocente de lo que es. Porque aunque digan que la “justicia tarda, pero llega”, esa lentitud se manifiesta en una piel curtida por la incineración, una mente castigada por el encierro, una familia rota y algunos de sus mejores años perdidos tras las rejas.

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