Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Hágase la luz y jugando a los dados en la caverna

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08 de septiembre de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College

Hágase la luz

Estimado Leslie:

 

"Jamás es excusable ser malvado, pero hay cierto mérito en saber que uno lo es.” Esta cita de Baudelaire refiere a una distinción fundamental que, presiento, no fue suficientemente clarificada en mi última carta. 

Las nociones del bien y el mal han ocupado la mente de los filósofos desde tiempos inmemoriales, pero sin mayores éxitos en su aspiración de definirlas en forma “clara y distinta”.  Su naturaleza es tan enigmática como para estimular y frustrar, simultánea y constantemente, nuestro anhelo de aprehenderlas. No en vano relata el Génesis que Dios prohibió a Adán y Eva probar del árbol del conocimiento del Bien y del Mal: el sabor de su fruto era, seguramente, demasiado insondable para su acotado y endeble entendimiento. 

G.E. Moore sostuvo que el Bien es misterioso, irrepresentable e indefinible, y que sólo puede ser discernido por la intuición moral. Pero la intuición refiere a aquello que sabemos en forma nítida e inmediata, sin justificación racional. Es un saber que no puede explicarse o verbalizarse –etimológicamente, intuición proviene del latín intuitio que significa “mirar para adentro” o “contemplar”-  y por eso son tantos los filósofos que han recurrido a la metáfora para representar aquella idea tan fundamental. 

Platón, por ejemplo, recurre a la metáfora para echar luz sobre estas cuestiones. En su Alegoría de la Caverna narra el trayecto que recorre el filósofo en su búsqueda de la sabiduría, que culmina con la contemplación de la Forma del Bien, simbolizada por un sol que todo lo ilumina. El Bien, dice, “es aquello que cada alma persigue, y por lo que hace todo lo que hace, con cierta intuición sobre su naturaleza, y al mismo tiempo desconcertada”. 

En otro de sus famosos mitos, el del Carro Alado narrado en el Fedro, Platón traza una analogía entre el alma humana y un carro manejado por un auriga que conduce a dos caballos: uno blanco y otro negro que, respectivamente, representan nuestra humana predisposición a incurrir tanto en el bien como en el mal.  La elevación del alma hacia la contemplación del Bien depende, así, de la capacidad del auriga –que simboliza a la inteligencia- de conducir idóneamente a esas dos fuerzas que la animan.  Y esa capacidad se adquiere y desarrolla atendiendo al precepto socrático: “Conócete a ti mismo”. Porque scientia potentia est (“el conocimiento es poder”), y entonces, el auriga más apañado será aquel que más conozca a sus caballos. 

Como psicóloga clínica procuro acompañar a mis pacientes en la inmersión dentro de las profundidades de su alma, ahí donde yacen sepultados los aspectos más sombríos de su personalidad y que bien pueden equipararse al caballo negro del Mito del Carro Alado.  El ejercicio consiste en traer a la consciencia lo que permanece inescrutable en las hondonadas del inconsciente, con el propósito de iluminar –conocer- las motivaciones ocultas y causantes de sufrimiento somático o psíquico. Nietzsche ilustra este malestar a través de la imagen de un animal enjaulado, negado y abandonado, y Camus alude también a esto cuando afirma que somos el único animal que se niega a sí mismo. Porque, por lo general, nos rehusamos a reconocer que junto a nuestro instinto de vida, unión y creación -que Freud denominó Eros- pulsa en nosotros su necesaria contrapartida, Thánatos, el instinto de muerte, odio y destrucción. Embozalamos al caballo negro, que tarde o temprano se desboca salvaje e indómito, y el carro se descarrila precipitándose en el mal. No, no debemos ponerle el bozal. Debemos conocerlo. Pero no para justificar su –nuestra- propensión al mal, sino, como dice Spinoza, para comprenderlo y, así, sublimar su fuerza y su brío en pos de la mejor versión posible de nosotros mismos (¿acaso el Bien en esta existencia falible y finita pueda ser algo más que eso?)

En definitiva, Leslie, todo depende del auriga. La inteligencia es nuestro recurso más preciado para guiarnos en el camino hacia el Bien, que todos perseguimos, y por el cual hacemos todo lo que hacemos. La inteligencia es la que echa luz sobre lo que somos –tanto lo que nos apetece, como lo que no- y así puede conducir nuestra alma hacia el goce de un bienestar auténtico: no el de un animal irreflexivo ni tampoco el de un autómata racional, sino uno más difícil y complejo, y por eso tan misterioso e indefinible para nuestra humana fragilidad.

“Los que intentan hacer de este mundo un lugar peor, no se toman ni un día libre. ¿Por qué lo iba a hacer yo? Hay que iluminar la oscuridad”

Bob Marley

 

Jugando a los dados en la caverna

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Estimada Magdalena:

 

Al hablar del Mito de La Caverna, hace usted muy bien en aclarar que se refiere a la conocida alegoría de Platón, y no al famoso pub The Cavern, en Liverpool, de donde, para nuestro bien, emergieron The Beatles a principios de los años 60. Como decía Lennon, hoy los grupos musicales son más famosos que Dios, y esto es importante tenerlo en cuenta cuando en nuestras cartas nos enfocamos en cuestiones que están en el centro mismo de la realidad, pero no de nuestro pensamiento.

Últimamente sus cartas y las mías nos han llevado a reflexionar sobre una inquietud que acompaña al hombre, desde el momento mismo en que salió del Paraíso, “with wandering steps and slow/con pasos lentos e indecisos”, como bellamente dijo Milton:  

a) ¿Existe efectivamente Dios, un último término y una referencia absoluta,“un sol que todo lo ilumina y que cada alma persigue, con cierta intuición sobre su naturaleza”, al decir de Platón? 

b) O, por el contrario, como afirma su amigo Nietzsche, ¿reside ahora ese absoluto (que “el Genesis atribuía a Dios”) en el yo creador del hombre -creador incluso del bien y del mal?

A primera vista -puesto que como habitantes de la Caverna sólo podemos inferir la realidad en sí, pero no experimentarla directamente-, parecería tratarse de una apuesta en la que el apostador tiene 1/2 probabilidades de acertar, según se decida por un lado u otro: o Dios existe o no existe. 

Un apostador tan vocacional como Pascal sostuvo que, una vez que existimos, la apuesta está de hecho planteada. Podemos ignorarla, pero eso no la hace menos real. Y el monto de la apuesta es… todo. Por eso, un sencillo cálculo de probabilidades llevó a este brillante francés a sugerir que nuestra apuesta debe resolverse en el sentido de la aceptación de la existencia de Dios. Si estamos en lo cierto, habremos ganado la eternidad; si en cambio nos equivocamos, no habremos perdido nada. En esto consiste el famoso “Pari de Pascal”, la Apuesta de Pascal.

No ya en el Cálculo, sino en la Filosofía, muchos de los grandes y pequeños pensadores, muchos de los conocidos o ignotos seres humanos que han poblado la Tierra -incluso antes de que usted se sentara a mirar el mar y yo a leer en mi biblioteca-, se han sentido perplejos ante nuestra existencia en coexistencia con un Absoluto (Dios, Bien, Primer Motor…). Sus distintas respuestas forman parte de la historia del pensamiento y exceden el ámbito de nuestro intercambio epistolar; pero, en último término, como decía Kierkegaard y sobreentendió Pascal, la cuestión no es tanto especulativa sino existencial y exige ser respondida personalmente, con la propia vida. En tal sentido, no hay quizás una cuestión más filosófica que ésta. La expectativa de una vida eterna y feliz -en contraposición a la corta y dolorosa presente- debería producir en nosotros, siguiendo al amable filósofo danés, una “pasión infinita”.

Claro que esto no siempre ha sido así. La Modernidad, en general, ha tomado una actitud recelosa, dubitativa, cuando no negadora o asesina respecto de Dios. Como si la aceptación de Dios comportara cierta inmadurez o infantilismo, represión o muerte, inconvenientes para el hombre. 

Al criticar el argumento ontológico de Wolff, el filósofo prusiano Emmanuel Kant se preguntaba si era razonable adscribir la existencia a la esencia Dios. Esto, al parecer, divirtió mucho a Hegel que se preguntaba: “¿Acaso piensa Kant que Dios está esperando a que Kant le adscriba la existencia para existir?” Es una pregunta que podría dirigirse a gran parte de la Filosofía Moderna. 
En cuanto a mí -pues querrá usted saber qué me mueve-, me impresiona que dos pensadores tan inmensos, pero en muchos sentidos tan contrapuestos, como Platón y Aristóteles, estén de acuerdo en que el hombre y el mundo, tal y como se nos presentan, requieren de lo que nosotros llamaríamos Dios, un absoluto actual. 

Usted nos acaba de recordar el Mito de la Caverna. Aristóteles, en su Física demuestra la existencia de un único primer término absoluto. Pero eso significa que sin él no hay nada y que si intentáramos eliminarlo (“¡Dios ha muerto, nosotros lo hemos matado!”), habríamos apagado la única luz que nos guiaba hacia la verdad. Y los únicos que quedaríamos en la oscuridad seríamos nosotros mismos.

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