Opinión > Columna/ Eduardo Espina

La casa de Bernardo al alba

Bernardo Bertolucci supo que en una película puede caber toda la belleza del mundo
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08 de diciembre de 2018 a las 05:04

El cine con fines exclusivos de entretenimiento me aburre enormemente (García Márquez recomienda no usar adverbios terminados en mente, pero no estoy tan de acuerdo). A los 10 minutos de comenzado Jurassic World: El reino caído, me quedé dormido. Disfruté más la sala calefaccionada del Shopping Punta Carretas que la soporífera película cuyo final es igual al que uno imagina a los 10 segundos de empezar a verla. Me pasa lo mismo con el 96,5% de los filmes que a fin de año integran la lista de las 20 más vistas y que tienen esa condición tan parecida a la cinta de Misión Imposible: se borran de la mente a pocos minutos de haber terminado. Son tan superficiales y pasatistas que uno los olvida apenas aparecen las palabras the end. Debo haber nacido con un anticuerpo (gracias, Señor) que me impide disfrutar la banalidad tan en boga en todas las disciplinas artísticas, fomentada en gran parte por críticos de escasa rigurosidad, que celebran con rapidez todo lo que los entretiene, sea una película o una novela. Con que esté bien contada, no necesariamente bien escrita, ya la aplauden.

La innovación, condición sine qua non de las artes modernas, dejó de ser requisito. Con el mal llamado cine de arte, y digo ‘mal llamado’ porque parece que le otorgaran una categoría de asunto al margen, me pasa todo lo contrario. Si con una película entro en empatía (y espero que María, lectora rigurosa de esta columna me permita el atrevimiento gramatical), accedo enseguida a otra dimensión. Celebro el insomnio alertador que me produce, al cual recibo con los ojos abiertos. Me ha pasado (gracias, Señor, otra vez) con cantidad de filmes de variada gama a lo largo de los años. No sé si completa daría para llenar la página, pero sería una lista larga. La fría noche montevideana de 1975 que vi El pasajero de Antonioni, no pude dormir. Esa noche y la siguiente. La lección de metafísica a domicilio dada por el maestro italiano era tan apabullante que sentí que la vida había cambiado, y yo con ella. Es una de mis películas favoritas.

La he visto 11 veces, y llevo un diario de las nuevas ideas que me surgen cada vez que la veo. Es también, tal cual me lo dijo en Austin, Texas, tres años atrás, la película de Antonioni favorita de Caetano Veloso, quien canta y ve mucho cine. Con las grandes películas, y cuando digo grandes me refiero a la cuota de gozo que generan de manera desinteresada y gratuita (el costo de la entrada deja de importar), soy capaz de recordar el día y la hora en que las vi. Debe ser porque la mente siente una felicidad sagrada, como si de pronto una nueva posesión inesperada entrara al espíritu, y continuara vigente mientras la vida no deje de durar.

Sintiéndome primo lejano de Irineo Funes, nativo de Fray Bentos, y sin siquiera apretar a fondo el botón de rewind, puedo recordar hora y fecha (hasta el estado del tiempo) cuando en cines montevideanos vi El fantasma de la libertad (en el Trocadero), El hombre que cayó a la Tierra y La pandilla salvaje (Ambassador, cuando salí de ver la segunda la temperatura era de 36º), Barry Lyndon y Gritos y susurros (18 de Julio), Mi vida es mi vida (California), Conocimiento carnal y Atrapado sin salida (Plaza), Taxi Driver y Castillos de arena (en el Atlas antes de que se dedicara a películas porno), Roma de Fellini, El otro señor Klein y Un adiós peligroso, de Robert Altman, genio sin altibajos (en el Rex, y después fui al bar homónimo de la esquina a conversar con Douglas, el mejor mozo de la historia del Uruguay), y todas las de Fassbinder, Herzog, Wim Wenders, Visconti, Louis Malle, Walerian Borowczyk (el de la milagrosa Goto, la isla del amor), Arthur Penn, Andrei Tarkovski (otro predestinado por la grandeza), Kurosawa, Sidney Lumet, Jerry Schatzberg, que vi en el cine Universitario de la calle Soriano, al que por años iba cada noche a la espera de que el tren de la imaginación me sacara de la realidad, luego de tomarme un cortado sin azúcar en el boliche de la esquina, donde a veces me encontraba con Manuel Espínola Gómez y hablábamos de no sé qué.

Fue en esa sala ubicada en el subsuelo que vi El conformista (1970), de Bernardo Bertolucci, dándome cuenta a la velocidad de una mirada de que en Italia tenía un amigo del alma, con el cual sin embargo jamás había hablado, ni siquiera por teléfono. En una escena majestuosa del filme, mientras Julia (Stefania Sandrelli) y Anna (Dominique Sanda) bailan un tango, Marcello (Jean-Louis Trintignant) dice al verlas: “Deben dejar de bailar”, a lo que el profesor (Enzo Tarascio) responde mirándolas: “¿Por qué? Ambas son muy hermosas”. Incluso en medio de las ruinas en desarrollo de la historia, la belleza no puede tener papel secundario. Todo el cine de Bernardo Bertolucci es un canto, pero no de cisne, a la cuota estética que a cada uno le corresponde en esta vida y sin la cual la realidad sería intolerable.

En cine solo les exijo al director y al libretista que me presenten una versión más poética del mundo en el que vivimos. Que presenten una versión convertida en visión. Para lo demás tenemos los diarios y los noticieros de televisión. Hijo del poeta Attilio Bertolucci (su libro Viaje de invierno tiene poemas buenísimos), BB (Bardot nunca me interesó, pero SS, Stefania Sandrelli, sí) también lo fue: poeta no con palabras, con imágenes. En cada una de sus películas, aunque no sea la mejor, hay siempre ese algo que alumbra la mente y al espíritu (incluso La Luna, que en términos generales me pareció mediocre). Algo que es una iluminación al estilo de las de Jean Arthur Rimbaud. De la casa de Bernardo, la imaginación sale iluminada, al alba, o de noche. 

En la función nocturna, a partir de las 20.20 del 30 de diciembre de 1990, en un cine de St Louis, Missouri, vi The Sheltering Sky (que en nuestro país se exhibió con el horrendo nombre de Refugio para el amor), basada en la espléndida novela de Paul Bowles, de 1949, El cielo protector (ese fue el nombre de la película en España). Me conocía el libro de memoria, había entendido las razones del fracaso matrimonial de los protagonistas, Port Moresby y Pat (los problemas conyugales no se solucionan viajando), y estaba convencido de que el libro saldría perdiendo en cualquier adaptación cinematográfica que intentara hacerse. Pero Bertolucci pudo más que lo imposible. Salí del cine alucinado, pensando con el espíritu, pues era lo que el director italiano podía conseguir cuando andaba inspirado y comulgaba con el tema de fondo de su película. Fue una de las noches de diciembre con más bajas temperaturas en la historia de la ciudad, pero ni me di cuenta. Caminé cuadras y cuadras en el hielo, pensando en la lucidez del director por haber podido estar a la altura de la magistral novela, habiendo incluso agregado secuencias poéticas que solo los maestros en su disciplina logran intercalar, buscando exacerbar eso que cualquier obra de arte debe tener: belleza sin funcionalidad. Al llegar a mi apartamentito comenzó a nevar. Concluí que la nieve quería decirme que estaba de acuerdo. Esa noche, mi amor por el cine de Bertolucci se hizo más incondicional de lo que ya era.

Hay quienes recuerdan lo que estaban haciendo la tarde cuando de tres balazos mataron a John F. Kennedy, la noche de diciembre en que asesinaron a John Lennon, cuando cayeron abajo las dos torres gemelas una mañana luminosa de setiembre, o cuando W. S. Abreu le metió el gol de penal a Ghana picando la pelota. Yo me acuerdo. Y recuerdo también hora, fecha, estado del tiempo y estado de mi ánimo cuando vi El conformista, Novecento y El cielo protector, de Bernardo Bertolucci. En esos momentos de mucho antes, tanto de mi vida como de la historia reciente del mundo, y que hoy residen fuera del tiempo, un amigo italiano me decía, y yo le prestaba atención. 

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