Me parece que la cordialidad está muy presente en nuestras vidas. Los vecinos del otro lado del Río de la Plata son los primeros en advertirlo. Es “ese no sé qué” que nos caracteriza. Los extranjeros en general y en particular, no dejan de observarlo también. ¿Será acaso un piropo? No somos huraños y nos tratamos con cordialidad entre nosotros y con todos. Lo aprendimos de niños en nuestros hogares y en las escuelas con moña o sin ella.
En mi nota de la semana pasada recordé una anécdota familiar. Fue aquel “ganamos” de una mañana después de una votación. Sin embargo, no empañó el cariño de mi tía Emilia y su hermana política. Pasaron los años y muy mayores las dos, continuaron tratándose con el mismo afecto. Es que la cordialidad estaba bien enraizada en ellas con los lazos fuertes de un patriotismo y un parentesco bien entendidos.
Sé que mencionar “el cordial” conducirá a un interrogante. Muchos años atrás, cuando la medicina no poseía los medicamentos actuales, el “cordial” era una bebida que se administraba a los enfermos. Era algo así como un “tónico”, un elixir mágico. No existía la penicilina y no hablo del 1800 sino de un avanzado 1900. Todavía recuerdo los apuros de los familiares de un enfermo en la farmacia “Atahualpa”. Había ido con mi madre a buscar alguna cosa. Los hoy adultos mayores -agradables términos que nos caracterizan- , no podemos olvidar agradecidos los grandes avances para la curación.
Escribí “el cordial” con decisión. Me perdonarán pero está bien presentado en el último acto de una ópera. Es en “La bohème”. Nos conmovíamos todos en el “Solís” ante la inminente muerte de Mimí, la protagonista y hasta nos parecía -al menos a mí- que la infusión que se preparaba en escena poco bien iba a hacer a la enferma moribunda. El “cordial” era un amable medicamento. Busqué y hallé una sencilla explicación del mismo. Se decía que era una bebida que se administraba a los enfermos, compuesta de varios ingredientes para consolarlos.
Pero a nosotros, la cordialidad nos brota por los poros y no precisamos tener al alcance aquella bebida hoy exótica. La franqueza, la sinceridad nos caracterizan y no es un “slogan” publicitario. Existen los llamados valores ciudadanos. Allí están las pautas establecidas por la sociedad. Hombres y mujeres las necesitamos para vivir en común y de manera tranquila y ordenada.
Los orientales nunca fuimos huraños y por eso no huimos ni nos escondemos. Viene al recuerdo nuestro Himno Nacional cantado no hace mucho y a pleno pulmón por los integrantes de “Los teros” en tierras lejanas. Su letra y su música constituyen uno de nuestros símbolos patrios. Allí está la fuente de nuestras virtudes humanas y sobresale con luz propia la cordialidad.
Bien sé que los amables lectores comprenden de inmediato mi afirmación. Por eso la cordialidad que emana de nosotros llama poderosamente la atención. En ella está nuestra idiosincrasia y nuestra sonrisa. La cordialidad se nos da y colabora para que la vida sea más agradable.
Flotaban en mi memoria y “accanto cuore” como dicen los italianos, una nota de años atrás en El Observador. La encontré. Carolina Bellocq es su autora. Se titula “No somos un club de perfectos sino un pueblo con virtudes y defectos”. Son las palabras del Cardenal Sturla en nuestra Plaza Matriz. Las dijo allí hace cuatro años.
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