Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

La educación y para Magdalena en el día de su boda

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17 de febrero de 2019 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

 

La buena educación
 

De las distintas ocupaciones que he ejercido a lo largo de mi vida, la docencia ha sido de las más gratificantes. No solo por la sentencia de Cicerón, “la mejor forma de aprender es enseñando”, sino también porque es como una gran “caja de ahorros” en la cual depositamos lo que apreciamos para recibirlo después con un inmenso valor agregado. Todo profesor o maestro sabe que el fruto de su trabajo no se reduce exclusivamente a la nota o resultado final obtenido por sus alumnos una vez concluido el curso.

Porque quien tiene la posibilidad –más aún, el privilegio– de enseñar a otros lo que le inquieta y apasiona comprende que en esa confluencia mágica que se da en el aula, se configuran perspectivas y modos de dar sentido a las diversas circunstancias de la vida, tanto las que elegimos como las que nos tocan. 

Esta tarde me crucé fortuitamente con una exalumna a la que hacía muchos años que no veía. Tantos, que si bien su rostro me sonó familiar, no supe discernir con certeza si era aquella estudiante que creía reconocer (en mi retina –y aunque parece que fue ayer– aún vestía uniforme de colegio, y ahora venía escoltada por dos niños que le proferían obstinadamente un “Mamá, ¿me comprás un helado palito?”).

Apurada por la insistencia de sus hijos se ocupó, sin embargo, de expiar mi incertidumbre: “Soy fulana de tal, ¿te acordás de mí? Quiero decirte que siempre recuerdo la leyenda taoísta que nos enseñaste en clase. No sabés cuán útil y beneficiosa ha sido para mi vida ¡Gracias!” Motivados por el helado palito, sus hijos se encargaron de llevársela raudamente, mientras yo le respondía con un “¡Qué lindo lo que me decís!” que, de corazón, espero haya llegado a sus oídos.

La leyenda a la cual se refería narra la historia de un sabio taoísta que vivía en una aldea rural de la antigua China. Un día descubrió que su caballo –que representaba su única herramienta de trabajo– había escapado. Sus vecinos, colmados de buena voluntad, se acercaron a su casa a manifestarle sus condolencias por el infortunio, a lo cual el sabio respondió: “¿Quién sabe qué es bueno o malo?”. A los pocos días, su caballo retornó a su casa acompañado por otro caballo: ahora el viejo sabio tenía no uno, sino dos instrumentos para arar la tierra.

Entonces sus vecinos se presentaron nuevamente en su casa, esta vez con la intención de celebrar la buena nueva, a lo cual el sabio respondió exactamente de la misma manera: “¿Quién sabe lo que es bueno o malo?”. Pasado un tiempo, el hijo del viejo taoísta se cayó y quebró una pierna intentando domar al novel caballo, y ante la conmiseración de sus compañeros el sabio mantuvo aquella actitud imperturbable, interpelándolos con la misma pregunta a la vez esperanzadora e inquietante. En efecto, a los pocos días la milicia se presentó en la aldea para reclutar jóvenes que sirvieran de soldados en la guerra, y el hijo del sabio taoísta fue dispensado por la fractura en su pierna.

Durante los festejos motivados por la exención, el viejo sabio perseveró en la misma postura: “¿Quién sabe qué es bueno o malo?”. Y la historia –dice la tradición taoísta– continúa hasta donde quiera llevarla el narrador, porque ella representa a la vida misma. La suya, la mía, la de todos los seres humanos. 

La moraleja es la misma que en occidente enseñó el estoicismo: debemos mantener la serenidad anímica ante hechos o acontecimientos que no dependen de nuestra voluntad o no podemos alterar. Los griegos denominaban ataraxia a este estado del alma, al cual le asignaban un papel crucial en la conquista de la fortaleza espiritual y la felicidad. 
Conmovida por el encuentro de hoy y la evocación de la parábola taoísta, no me cabe duda que educar es compartir con otros las ideas y experiencias que nos ayudan a procurarnos una vida mejor. 

No recuerdo con qué nota aprobó el curso esa alumna con quien me encontré hoy, ¿acaso importa? Hay un refrán que dice que “enseñar es aprender dos veces”: la segunda es cuando recibimos lo que invertimos (enseñamos) con creces. Hete ahí la experiencia gozosa que viví hoy. Y entonces ahora, solo me queda esperar que mi preciada exalumna lea esta carta, a través de la cual deseo extenderle mis respectivas y muy sentidas “¡gracias!”. 

No recuerdo con qué nota aprobó el curso esa alumna con quien me encontré hoy, ¿acaso importa? Hay un refrán que dice que “enseñar es aprender dos veces”: la segunda es cuando recibimos lo que invertimos (enseñamos) con creces.

Para Magdalena en el día de su boda
 

De Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford
Querida Magdalena

En estos días, he pensado mucho en su hija que se casa. 

La invitación en su columna del pasado sábado vino confirmada por la llegada del tarjetón oficial que el Royal Mail dejó en el buzón de casa el viernes último. (Le hemos dado un lugar de privilegio, sobre la chimenea, junto a la colección de tinteros –algo más Parker que Mont Blanc, he de confesarle–).

Casarse entraña una serie de elecciones tan profundas, de riesgos tan altos, de promesas tan extraordinarias, que su sola consideración produce vértigo. Por eso, en un mundo encallado en el individualismo, la autosuficiencia y el egoísmo, el matrimonio tiene poca demanda; muchos eligen envejecer en soledad, jugando al Fort Nite.

No soy un especialista en el matrimonio (después de todo, me he casado una sola vez), pero si desde mi experiencia limitada tuviera que definir lo que el matrimonio es, diría que es una manera eficaz de renunciar –l’air de rien– a darnos a nosotros mismos la felicidad. El Prof.

Lanzetti de White Bay insistía mucho en que no es posible darse a sí mismo la felicidad. Y que el viejo chiste de Woody Allen de que lo más lindo de la soledad es el abrazo, no es ni gracioso ni verdadero.

Uno pensaría que algo tan esencial como la felicidad debería venir en un kit autoejecutable. Y es ciertamente curioso que no sea así, que no consista en un sistema cerrado, y que necesite de elementos externos para llegar a ser. Y sin embargo, las pruebas en tal sentido son abrumadoras. Sin el otro(a), no hay felicidad. Ni siquiera hay conocimiento. Ni autoconocimiento. Sí: tenemos que salir a buscar afuera aquello mismo que somos. Formamos parte de una reciprocidad (Ioseph Ratzinger).

El cuento taoísta de su carta de hoy puede leerse también en el sentido de que los acontecimientos en sí mismos no tienen un código blockchain que los autoclasifique como felices o infelices. El ser humano carece de la perspectiva necesaria para juzgar su propia existencia. Solo un Otro que mirara desde afuera nuestra vida o el cosmos, sería capaz de emitir un juicio verdadero. Si no existiera nadie que mirara desde afuera, con una mirada comprensiva de la totalidad, entonces su cuentito taoísta implicaría una cadena infinita de acontecimientos que se corrigen unos a otros pero que, en definitiva, carecen de sentido. En su Física, Aristoteles niega la posibilidad de este tipo de cadenas infinitas, y deja, como única alternativa la necesidad de que exista ese Otro que mira y comprende. Entonces todo cobra sentido. (Discutir aquí sobre la existencia o inexistencia de ese Otro, me llevaría muy lejos de mi propósito. Me limitaré a decir que Pascal, uno de los padres del cálculo de probabilidades, pergeñó un argumento interesante según el cual, en la duda, es más racional apostar a que Dios existe.

Porque si existe, habremos ganado la apuesta; y si no existe, nunca sabremos que la hemos perdido).
Pero dejemos lo cósmico por un momento y volvamos a lo personal. Entender el amor matrimonial es apostar por que sea otro(a) el autor de nuestra felicidad, y aceptar comprendernos en esa mirada que nos comprende. Es una aventura que estremece y que justifica siempre extender el crédito cuando las promesas de felicidad (la expresión es de Stendhal) demoran en cumplirse. En otras palabras, si nos parece que el otro no es muy competente en el arte de hacernos felices, siempre nos alegrará creer que lo va a hacer mejor mañana. El matrimonio, decía un buen amigo que murió hace poco, es siempre el triunfo de la esperanza sobre la experiencia.

Pero más impresionante y entretenido aún, es el hecho de que en el matrimonio uno sea también el otro para el otro. Es decir, el responsable de que la persona que nos hace felices sea feliz.

Esto puede parecer confuso y sin duda lo es, al punto de que en un buen matrimonio se termina no sabiendo bien quién es quién: si la parte de la primera parte, o la parte de la segunda parte –como bien decía el inolvidable casamentero del Hombre Quieto, Michaleen Oge Flynn. Por algo, de los esposos se dice que ya no son dos, sino una sola carne.
Confusos o no, me alegraría que le hiciera llegar a su hija Magdalena estos pensamientos nupciales, como alegre presente en el día de su boda. 

 

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