Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

La eternidad con tacos altos

Este jueves se cumplen 20 años de la muerte de la princesa Diana de Gales
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27 de agosto de 2017 a las 05:00
Parece ayer el día en que el mundo habló al unísono de lo mismo. En un santiamén, en lo que le lleva a un Mercedes Benz S280 estrellarse a toda velocidad a la entrada de un túnel, dejó de estar en esta realidad Diana Frances Spencer (1961-1997). Mejor dicho, pasó a estar de otro modo.

La princesa Diana, o Lady Di, por alguna razón específica, difícil de precisar, enamoró a todos sin distinción de raza o idioma, y se convirtió en presencia preponderante, en tema permanente de conversación, en mito venido directamente de la realidad.

Ya pasaron dos décadas desde su muerte. Entre el día en que se fue y el vigésimo aniversario se han escrito infinidad de libros y artículos periodísticos, filmado películas y planteado variedad de conjeturas sobre las verdaderas razones de su muerte, de cómo fueron sus últimos minutos de vida, de su infelicidad matrimonial.

Se dice que lleva tres generaciones comenzar a olvidar un hecho importante de la historia. Por lo tanto, hay Lady Di para rato, al menos mientras la memoria de los presentes tenga motivos y emociones para volver cada tanto a ella con intenciones de saber las verdaderas razones de lo que no se sabe bien qué es, tal como sucede con los misterios permanentes.

La blindada popularidad de la princesa ha llevado a recordarla casi de manera anual, pues siempre, desde su desaparición, el mes de agosto se ha convertido en intermediario para revisitar la vida y la muerte de alguien que pasó por esta realidad dejando un halo de enigma incomparable.

El interés por Diana Frances Spencer mantiene perfecta vigencia. En estos últimos días ha estado por todas partes, como si hubiera regresado o nunca se hubiera ido. El paso del tiempo sólo ha servido para convertir a su imagen en franquicia. El recuerdo marcha en relación inversamente proporcional a la acumulación de años. Es como si hubiera pasado ayer. Y con todo lo que hay escrito sobre ella, hay para seguir leyendo hasta pasado mañana.

La industria editorial encontró en Diana un filón exitoso que no cesa de generar interés. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo habrá historia sobre la historia inconclusa de la princesa que vino al mundo a sonreír y recibir una pleitesía desconocida para una corona, como la inglesa, caracterizada por la escasez de simpatía? ¿Habrá muerto porque sonreía demasiado y muy bien, tal como dan cuenta las fotografías?

Su sonrisa pareció coincidir todo el tiempo con lo real cotidiano, pero desde lejos. Diana (Di, como imperativo, porque su imagen siempre debía decir algo) fue una presencia habitada por la curiosidad del mundo, el cual entró y salió de ella con la facilidad de aquellos espías que pueden hacerlo.

El mundo (esa vaga generalidad que a veces coincide con demasiadas cosas) se sintió cautivado por su historia de Cenicienta bien calzada, en la que únicamente faltaron el hada madrina y un final feliz.
Como en las películas de Walt Disney, pero sin necesidad de subtítulos, su estado visual alimentó ilusiones de poder, riqueza y belleza asociadas comúnmente por la mente común a la sangre azul, que no es azul sino igual de roja que las demás. La fantasía suele ser daltónica y en su hado quiere hadas.

A través de ella, el ciudadano parecido al promedio se sintió un poco más cerca de la nobleza británica, ese ámbito remoto (y motivo literario desde los tiempos en que el idioma inglés se hizo tipografía) caracterizado por caras de mármol y corazones de granito. La edad de piedra en palacio. Esperando que alguien le robara la risa para sentirse menos mirada, Diana Spencer quedó fija en su itinerante comarca. Siendo como fue la coartada de los curiosos, pasó de los magazines a las imágenes televisivas, de los rumores sin beneficio a las funciones de beneficencia. Nunca aprendió a familiarizarse con la aspiración a estar sola.

Diana, con D de duración y deseo, ocupó el lapso, casi un interregno, entre realidad y ficción donde el público quiere ver lo que no puede, aquello que no quiere ser visto: la persona real en todas sus versiones. Lo demás es posteridad, y sortilegio.

Desde su nacimiento a la fama su celebridad nunca dejó de ser magnética. Su escenario de todas las horas fue la obra maestra de algo que ha sido observado demasiadas veces y se convierte por insistencia en documento de ficción. Cada gesto suyo, momentánea opinión, cada paso en falso moviendo los engranajes de la persona aparente, cada mínimo detalle de su vida entre fotografías (una enunciación exterior que le quitó dramatismo a los hechos), fueron seguidos con inaudita atención, como si la realidad necesitara de la única princesa que parecía real.

Y real fue antes y después de ser princesa, sin que a nadie le importara que la sangre azul fuese prestada por el matrimonio. Igual reinó, desde un trono itinerante y aterciopelado que llevaba el olor de Gales en Inglaterra. El casamiento la convirtió en princesa, el divorcio la despojó del título, pero la muerte la convirtió en santa laica.

Su caso da para las hipótesis más descabelladas, aunque ella siempre estaba peinada en forma impecable, como si hubiera nacido para estar en fotos sin un pelo fuera de lugar.

La devoción pública le vino con menos dolor que a Juana de Arco y sin tantas arrugas como a Winston Churchill. Su funeral convocó más gente que el del ex primer ministro nobelizado, demostrando que el poder político y el de atracción son dos cosas diferentes. Entró quieta a la calma definitiva, pero recién después de que el último flash constatara la novedad de su muerte. Era el progreso de un proceso: una imagen que fue haciéndose absoluta a medida que se acercaba el final.

Ya para entonces –y entonces es el más vago de los adverbios– la vida de la princesa se había transformado en teleteatro sensacionalista que confundía vicios y virtudes, haciendo incluso más interesante a su fallida historia, como si esta hubiera sido un premio de lotería sin ganador.

Había que verla en cada movimiento: no importó dónde ni cómo. Hasta pareció que las cámaras se habían acostumbrado a seguirla solas, sin necesidad de paparazis para activarlas.

Tanto fue así que también su agonía quedó registrada en retrato, extraña posesión de un fin poco fotogénico, pero tan trágico como el de todos. Las imágenes de ese final sangriento y sin sosiego, precisamente, son las que regresan en estos días que la tienen como personaje principal de la película de la memoria.

A 20 años de su muerte violenta, Diana pervive salvada por su casta inobjetable de misterios. Su muerte antes de tiempo solo vino a agregar uno más.

Favorable a toda lógica de posteridad, su rostro en la escena mediática fue y es tan frecuente como los resultados de la lotería o el estado del tiempo. Su historia transcurrió entre portadas y titulares, buscando una definición adecuada para el monólogo que la contó como su principal interlocutora. Formó parte de la cotidianeidad de avatares prematuros, como esas horas –o instantes– de la infancia que permanecen más vivas y menos incompletas que la memoria y los cambios asociados al paso del tiempo.

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