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La hora de cambiar

Si el sistema no se adapta a la realidad global, hay que modificar el sistema, no el mundo
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06 de agosto de 2019 a las 05:01

Las pulseadas, peleas y sacudones en el contexto global y el anuncio de la futura inversión de UPM2 han hecho creer a muchos economistas y afines que los problemas locales se han minimizado o que las soluciones son más sencillas y menos ortodoxas de lo que parecía. 

La baja de la tasa de la Fed, por caso, llevó a afirmar que eso mitiga los problemas del déficit floreciente al permitir tomar deuda adicional que ayude a taparlo con crecimiento. Si bien se reduce, en principio, el costo de endeudarse (dudoso) no se debe ignorar que el crédito tiene límites, y ese límite se alcanza siempre sorpresivamente, por circunstancias que nunca puede controlar el deudor y afecta puntual y duramente la tasa país. En todo caso, sería mejor aprovechar la toma de deuda para financiar el tan temido y eludido ajuste en el gasto, más que para pagar los excesos presupuestarios. Un Whatsapp con Macri bastará para comprender el punto. 

El supuesto efecto colateral de la baja de tasas que empuja Trump, la devaluación global del dólar -que no debe darse por segura, como se notó este lunes– también se ve como bueno para la economía oriental. Falso, simplemente. Un dólar barato, en términos populares, puede servir para ganar elecciones, pero sería un tiro de gracia a la exportación y al empleo ya marchito. Donald lastima a Uruguay con sus políticas más que ningún otro factor interno o externo.

En una posterior elaboración, se dice que el efecto futuro de UPM2 sobre el PIB y la economía en general bajará el déficit porcentual. Sería tan solo por cambio en el denominador, un mero hecho matemático, porque fiscalmente el efecto de ese emprendimiento no influirá demasiado. Tampoco se debería traer al presente efectos que supuestamente ocurrirán en cuatro años. Ya se ha caído muchas veces en esa trampa. Recuérdese cuando se creó el fondo anticrisis del petróleo, que nunca brotó. 

Por supuesto, se vuelve a insistir en que el gasto no es revisable, o lo es un mínimo, y que en consecuencia la solución, aunque no querida, es la suba de impuestos. Esta idea contiene múltiples errores de concepto, que están implícitos en la génesis del populismo socialista manso que necesita del estatismo como las abejas de la colmena. 

No revisar el gasto significa aceptar que todo lo que se ha hecho es perfecto, no tiene excesos, corrupción, abusos, injusticias, ineficiencias ni despilfarros. Revisar el gasto es una obligación permanente en un sistema republicano, perdón por el término. Y si se hace con criterios gerenciales de minuciosidad técnica, permitirá un ahorro importante e instantáneo. Sostener que el gasto es inelástico es una confesión de incapacidad de gestión. 

Ante este razonamiento el argumento suele cambiar y es reemplazado por la defensa de los derechos adquiridos de los beneficiarios del gasto estatal. Se niegan así los derechos adquiridos de toda la sociedad a tener una moneda sana, un presupuesto equilibrado, una economía que le ofrezca oportunidades y que no se base en el reparto de concesiones graciosas del estado. Menos aún cuando se vuelven inamovibles las dádivas que se otorgaron al repartir ingresos temporarios y darles carácter de definitivas. Ocurriría hoy mismo si se gastara a cuenta del supuesto efecto reactivador de la construcción de UPM2, que durará dos o tres años. 

Los mismos que propugnan el aumento de impuestos como base del ajuste, sostienen que una baja del gasto implicaría la pérdida de empleos o de ingresos de empleados públicos que afectaría el consumo y prolongaría la recesión. Falso de nuevo. Todos los análisis estadísticos serios en los países que han encarado este tipo de ajustes muestran que la baja del déficit mediante aumento de impuestos genera más recesiones y más largas que las que se producen con una reducción del gasto. Y a veces el aumento de impuestos fracasa en bajar el déficit, por el freno a la inversión y el crecimiento que produce. La evidencia empírica es siempre rechazada por quienes defienden el estatismo, en definitiva el socialismo, que se atribuye la capacidad de elegir mucho mejor que los individuos el camino para lograr su propio bienestar. 

Lo que lleva al argumento -o excusa- de que el accionar del estado es la mejor manera de bajar la pobreza y ayudar a los pobres.

Razonamiento preferido por el popuprogresismo y el socialismo residual para autojustificarse. También falso. Es la libertad de empresa y de comercio la que ha ayudado más a la reducción de la pobreza y la creación de oportunidades a lo largo de toda la historia reciente. Es esa fuerza la que ha generado la riqueza de las naciones y el bienestar de los pueblos. Un siglo de resultados y series estadísticas lo demuestran. 

Tal vez la esencia de estos errores de percepción tenga que ver con que se sigue asumiendo que el socialismo batllista es aún una opción válida, y que solamente se trata de encontrar y elegir a quienes sean capaces de administrarlo mejor. Que se trata de una economía autosustentable donde lo único que debe hacerse es arbitrar el reparto de bienestar y riqueza. Si eso fuera cierto bastaría con un alcalde bonachón que fuera justo y compasivo. 

La realidad es distinta, el mundo es distinto, el crecimiento y movilidad poblacional son un nuevo factor, los gobiernos y los políticos tienen la obligación de pensar mejor, mucho más en los países pequeños que deben sobrevivir a luchas globales que no inventan ni protagonizan, pero que los afectan, que tienen una población cuyo bienestar y su futuro deben cuidar en el verdadero sentido del término, no con limosnas o dádivas. 

Y la sociedad ya no tiene que limitarse a optar entre quiénes manejarán mejor o peor el socialismo. Es tiempo de cambiarlo. Este es un buen momento para elegir algo nuevo. 

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