Leonardo Pereyra

Leonardo Pereyra

Historias mínimas

La iglesia de las locas

El miedo es esa cosa que me golpeaba en el estómago cada vez que, a la luz de la luna y sentados al lado de las vías del ferrocarril, alguno de mis amigos hablaba de la iglesia de las locas.
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22 de mayo de 2012 a las 00:00

El miedo es esa cosa que me golpeaba en el estómago cada vez que, a la luz de la luna y sentados al lado de las vías del ferrocarril, alguno de mis amigos hablaba de la iglesia de las locas.

Los tragos de whisky barato, comprado sin permiso en la estación de servicio, nos concedían el ánimo necesario como para escuchar la historia de esas mujeres que, por las noches, salían de la iglesia de la calle doctor Young persiguiendo con sus escobas a los pocos desprevenidos que transitaban por allí en las horas oscuras.

A casi todos nos faltaban dos o tres años para convertirnos en adolescentes, esa raza de la que se alimentan los monstruos de las películas modernas. Por tanto, a nadie de la barra se le había ocurrido explorar un lugar lleno de viejas más peligrosas aún que las que nos pinchaban las pelotas de fútbol que caían en los patios.No sé por qué siempre me imaginé que las locas de la iglesia eran siete. Ni seis ni ocho. Siete.

Tampoco sé por qué un sábado decidí esperar la noche para conocer la verdad. La calle estaba tan oscura como siempre. Respiré hondo, me paré frente a la cruz que marcaba la iglesia de las locas y esperé lo peor.Después de diez minutos, el susto dio paso a un tedio que me obligó a recostarme contra la puerta. La hoja de madera se abrió y me derrumbé en la penumbra del templo.

Tirado en el piso, temblando de miedo, pude entrever la figura de una mujer con una escoba en la mano.-¡No me hagan nada, por favor!- supliqué.

Alguien encendió la luz e iluminó a una señora vestida con una bata descolorida. Se apoyaba en la escoba como lo hacía mi madre cuando terminaba de barrer el patio.-¿Qué le pasa, joven?- preguntó.

Desde el fondo de la nave principal apareció una niña con cara de interrumpir conversaciones con frecuencia.

- Mamá... pregunta papá dónde quedó el fiambre...- dijo mientras me echaba una rápida ojeada.- Está arriba del fogón. Decíle que ya voy.

La niña se alejó mirando sobre su hombro. Para peor apareció una vecina atraída por la voz chillona de la doña.- ¿Qué pasa, Marta? ¿está borracho? ¿no me habrá vomitado la puerta, no?

Me había puesto de pie pero la vergüenza no sabía dónde esconderla. Ni siquiera me importó conocer si el hombre que reclamaba comida desde el fondo de la nave principal era parte de la familia que cuidaba la iglesia por las noches o si era el propio cura.

La voz sólo me alcanzó para pedir disculpas y las piernas apenas me sostuvieron de vuelta a casa. Ese camino de pocas cuadras fue la breve procesión tras la cual quedaron sepultadas las locas de la iglesia.

Pero como a los chiquilines se les cuenta la verdad necesaria, a mis amigos les dije que ni se les ocurriera acercarse a ese lugar de donde las vi salir con sus escobas y sus ojos enloquecidos. Les dije que me habían paralizado de miedo. Que mientras bailaban a mí alrededor despedían un olor como a fiambre podrido. Y que eran siete.

*Para Federico Sierra

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