La inauguración de la XLIX Legislatura, el sábado 15, nos hace muy perceptible la relevancia que tiene para la democracia el acatamiento inquebrantable al estado de derecho, cuya garantía ineludible es el cumplimiento de las leyes. Y ello incluye naturalmente el respeto a los contratos tanto por parte de particulares como del propio Estado.
Eso es justamente lo que está hoy en cuestión con la fuerte presión del gobierno de Argentina para concretar una reestructuración del pago de la deuda externa de su país, con argumentos propios de la sinrazón.
La administración del peronista Alberto Fernández cree que hay circunstancias en que la política puede estar por encima de la ley, un pensamiento que perjudica la credibilidad de un país y, en el caso de Argentina, además, probablemente hundirá aún más a la economía.
Argentina es el país más endeudado de América Latina por un monto que asciende a US$ 311.251 millones (91,6% del PIB), según datos oficiales a setiembre pasado. De ese total, hay una deuda con el Fondo Monetario Internacional (FMI) de US$ 44.000 millones por un compromiso asumido por el anterior gobierno de Mauricio Macri que acordó en mayo 2018, un préstamo final de U$ 57.000 millones.
Pero ya la deuda era un problema. En 2015, cuando asumió Macri, luego de 12 años de gobiernos kirchneristas, la deuda pública ascendía a US$ 240.665 millones (52,6% del PIB).
Macri decidió acudir al FMI urgido por un brusco cambio de humor de los mercados que se reflejó en fuertes presiones al peso, una prima de riesgo soberano más elevado y un serio riesgo de liquidez que le impedía afrontar el pago de las cuentas el resto del año 2018.
El mercado le dio la espalda a su tibio programa de reformas que estaba en la buena dirección, pero era insuficiente para contrarrestar los males que provocaron una gestión económica kirchnerista de una intervención estatal desembozada y populista.
El FMI apoyó un nuevo plan económico con el objetivo de restaurar la confianza de los mercados financieros y disminuir la fragilidad fiscal del país. Se introdujo un paquete de reducción del gasto del gobierno (recortes de subsidios energéticos, menos masa salarial y una baja sustancial de las transferencias a las provincias y a las empresas estatales). Además, se reforzó la independencia del Banco Central y se transparentaron los datos estadísticos para mejorar la credibilidad ante los agentes económicos y financieros.
Notoriamente el plan económico acordado fracasó, no concitó el apoyo del mercado y Argentina continuó navegando en un mar embravecido que desembocó en el cambio del capitán para timonear un barco que, además, estaba averiado.
Y la primera estrategia del nuevo capitán para enderezar el barco es la de no honrar los compromisos contraídos por Argentina.
El gobierno peronista responsabiliza al FMI de la crisis, un argumento falaz para implementar una reestructura de la deuda severa que le permita llevar a cabo una política fiscal más blanda.
Denuncia incluso el disparate de que el crédito fue “ilegal”.
Otra vez en Argentina se impone la convicción antes que la responsabilidad. Y otra vez la política por encima de la ley para repetir la tragedia en que siempre termina el voluntarismo del reparto desde un Estado fundido.
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