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La tumba artificial de Horacio Quiroga

¿Es justo y natural que las cenizas del escritor estén en Salto y no en Misiones?
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19 de febrero de 2020 a las 16:53

Pajaritos falsos. Eso es lo que se escucha en la sala donde están las cenizas de Horacio Quiroga, colocadas en un cilindro encajado en un tronco de algarrobo con el rostro del escritor salteño. Por lo menos era así hace más de un año, cuando visité el Museo Casa Quiroga. Al entrar a la que fuera la residencia de verano de su familia, hoy apenas a las afueras de la ciudad de Salto, se recorren varias salas con vitrinas en las que se despliegan ediciones de sus obras en los más diversos idiomas. Ver Cuentos de la Selva o Cuentos de amor de locura y de muerte en coreano o en hebreo, en griego o en japonés, te sumerge primero en la sorpresa y después en el orgullo: queda tan patente la universalidad de este uruguayo al que llamaron el Edgar Allan Poe sudamericano. 

Pero después de atravesar un patio interior se entra en la sala donde todo cambia. En el medio, sobre un pedestal, está la cabeza-urna. Un retrato de un joven Quiroga observa, y en las paredes se reproduce un epitafio, las palabras del cortejo fúnebre que trajo sus restos desde Buenos Aires. 

 

“He aquí las cenizas, oh Salto, de tu hijo.

De ti salió y es justo y es natural que vuelva.

El corazón de un árbol ya es su eterno cobijo:

el silencio, la sombra y el pavor de la selva.”

 

Es una tumba y lo único que se oye es un trinar interminable. Finalmente alguien consulta: “¿Soy yo o se escuchan demasiados pájaros? ¿Hay una pajarera?”

“No, es una grabación” responde encantado un cuidador. “...de los sonidos de la selva de Misiones”. continúa. Y yo termino la frase en mi cabeza: “... el lugar que Quiroga eligió en el mundo”. 

Hay algo inadecuado. Hay algo que está mal. “Es justo y es natural que vuelva”. La indignación me sube por los pies. ¿Es justo? ¿Qué tan justo es que se lo haya traído cuando él quería estar en otro lugar? ¿Es natural? El que esté dentro del tronco de un árbol muerto y la ambientación de trinos grabados no colaboran con la idea de natural.  

¿Está bien que las cenizas de Horacio Quiroga estén en Salto y no hayan sido esparcidas en la selva misionera, ni se hayan mezclado con su tierra roja ni hayan caído en sus aguas salvajes?

Un desasosiego se fue conmigo de ese lugar y me persiguió de tal manera durante meses que no tuve más remedio que arremangarme y buscar una respuesta. A machetazo limpio me abrí paso con tres palabras como brújula: muerte, Misiones, Salto. 

 

Horacio Quiroga murió el 19 de febrero de 1937 en el hospital de Clínicas de Buenos Aires a los 59 años, horas después de haber ingerido cianuro. Hacía meses que estaba en el hospital en una desesperante espera por una operación que lo curaría de sus dolores de próstata. El 18 de febrero logró sonsacarle a un médico que lo que tenía era un cáncer incurable; que solo estaban llevando adelante cuidados paliativos. Después de fumar un rato salió a dar una vuelta, entró en una farmacia y compró el veneno. Dicen que el empleado de la farmacia habría mencionado el conocido uso del cianuro para  autoeliminarse. “¿Quién podría pensar en matarse en una noche tan calurosa como esta?”, habría retrucado Quiroga. 

Pocas horas después se suicidó al lado de un hombre elefante. Parece salido de los cuentos del propio Quiroga, pero fue asì. Ese hombre se llamaba Vicente Batistessa. Era un paciente deforme al que tenían escondido en un sótano por su monstruosa enfermedad, hasta que Quiroga lo descubrió y exigió que lo trasladaran a su habitación y le dieran una cama decente. Se convirtió en su compañero y testigo de sufrimiento.

La amistad entre Quiroga y Vicente se muestra en el capítulo dedicado a los últimos días del escritor en la serie televisiva argentina Historia Clínica, producida por Sebastián Ortega.


El capítulo se llama “La muerte lo eligió a él y él eligió cuándo”, y, como en el resto de esta docu-ficción -que incluye a personalidades como San Martín, Domingo y Eva Perón, Tita Merello y Alfonsina Storni- se intercalan escenas de ficción y diálogos entre el actor, un médico y un historiador, para entrar en personaje.   

El médico explica que, en esa etapa final, Quiroga seguro tenía fiebre, decaimiento, muchos dolores por las metástasis. “A esta altura de la historia clínica el paciente ya no quería vivir más”, sentencia.

Y Quiroga toma la decisión que Eduardo Galeano describe en Los hijos de los días:  

 

"Febrero 19

Quizás Horacio Quiroga hubiera contado así su propia muerte:

Hoy me morí.

En el año 1937, supe que tenía un cáncer incurable.

Y supe que la muerte, que me perseguía desde siempre, me había encontrado.

Y enfrenté a la muerte, cara a cara, y le dije:

—Esta guerra acabó.

Y le dije:

—La victoria es tuya.

Y le dije:

—Pero el cuándo es mío.

Y antes de que la muerte me matara, me maté".

 

No hay escapatoria. Cuando se habla de Horacio Quiroga es imposible no enumerar los suicidios y las muertes trágicas que lo rodearon. Su padre se dispara accidentalmente, su padrastro se suicida enfrente de él, mata sin querer a un amigo, su primera esposa, Ana María Cires, traga químicos para revelar fotos y agoniza durante días (y después que él se suicidan sus amigos Alfonsina Storni y Leopoldo Lugones, y luego sus tres hijos Eglé, Darío y María Elena, conocida como Pitoca, que en 1988 se tira de un noveno piso).   

Ya hacía tiempo que Quiroga no le tenía miedo a morir. Su amigo Ezequiel Martínez Estrada decía que llevaba a la muerte consigo desde hacía muchísimos años. Así se lo había contado el propio Quiroga una vez en una carta:

"Hablemos ahora de la muerte. Yo fui o me sentía creador en mi juventud y madurez, al punto de temer la muerte exclusivamente si prematura. Quería hacer mi obra, los afectos de familia no pesaban la cuarta parte de aquella ansia.(...) Cuando consideré que había cumplido mi obra –es decir que había dado ya de mí todo lo más fuerte- comencé a ver la muerte de otro modo. Hoy no temo a la muerte porque ella significa descanso. Borrar las heces de la vida, ya demasiado vivida, infantilizarse de nuevo; más todavía: retornar al no ser primitivo, antes de la gestación y de toda la existencia: todo esto es lo que nos ofrece la muerte con su descanso sin pesadillas. Día más, día menos, usted también llegará a considerarla como un refugio que nadie nos puede escamotear, ese rinconcito de olvido y paz.”

Los senderos de la selva

Martínez Estrada, al que Quiroga llamaba “hermano menor”, recopiló en un precioso libro ese intercambio de cartas de los últimos años (Se llama Correspondencia con Horacio Quiroga y se encuentra en la Biblioteca Ceibal online gratuita) en el que documentó la insistencia obsesiva del escritor para se fuera a vivir con él en aquel “paraíso infernal” de Misiones. Estrada describe a un hombre genial y excéntrico, tenaz y rencoroso, de una curiosidad insaciable, maniático, excepcional e inflexible hasta la crueldad (“Busco lo que casi nunca se encuentra. Soy capaz de romper un corazón por ver lo que tiene adentro, a trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón”). “Un exceso de personalidad” como lo definía su segunda esposa María Elena Bravo, que se hartó de la selva y lo abandonó para regresar a la civilización porteña. 

Estrada habla de su amigo como alguien que “escapando de sí mismo y de sus recuerdos terribles, halló en la naturaleza selvática del norte un bálsamo de olvido” aunque “no era hombre creado por dios para la soledad. La amaba en el aislamiento físico y espiritual, pero le daba miedo la soledad afectiva. Sufría de no amar y no de estar solo”. 

Deja ver cómo en los últimos años Quiroga se aferró, a la distancia, a quienes consideraba sus amistades para sentir menos esa soledad de los afectos. 

Pero más que una amistad, Martínez Estrada decía que con Quiroga lo unía una “hermandad de sangre, una afinidad espiritual y una identidad de ser y destino”. Y dentro de su coraza huraña, Quiroga opinaba que “se tiene una inmensidad cuando se tiene un amigo como dios manda”.Otro de esos pocos incondicionales era el poeta y cineasta salteño Enrique Amorim, 23 años menor, quien movió contactos para que Quiroga recibiera algún dinero de parte del Estado uruguayo con el que apaciguar sus penurias económicas. Y aunque esos pocos pesos cayeran como una llovizna en el desierto, Quiroga valoraba el gesto y, por más que se sintiera humillado, estaba agradecido con el amigo. 

Según Martinez Estrada, San Ignacio en Misiones era el lugar que Quiroga había elegido para morir, aunque sus habitantes lo veían más bien como a un lunático. Esa gente sencilla le sirvió de inspiración para sus personajes; pero no tenía allí a nadie que realmente considerara a su altura intelectual.  

Un documental titulado El desterrado aborda su enamoramiento de Misiones y su vida en la selva. Allí alguien pide que se valore a Quiroga como el primero que dejó de mirar hacia Europa para crear desde lo autóctono, y que se lo vea como el hombre multifacético que fue; mientras una mujer -cuyo padre trató al escritor- lo describe como incomprensivo y duro con los habitantes del lugar: “Quiroga tuvo la virtud de saber escribir muy bien, pero él no amó a la gente de San Ignacio.” 

El testimonio más revelador es el de una sicóloga misionera, que considera fascinante la personalidad de Quiroga: “Físicamente sería calificado como un leptosómico, una persona de contextura delgada, escueto, magro, que acompaña a una característica temperamental de introversión tendiente a la depresión, buscadores de la soledad y con ciertas dificultades para las relaciones humanas. (...) Su vida fue una constante búsqueda. Buscó en el grupo de intelectuales, en el ámbito ciudadano, y después a través de un mecanismo que los sicólogos llamamos de idealización, buscó en un ambiente lejano, para él solucionador de sus problemas como la selva. En realidad lo buscó a  nivel intelectual, de fantasía, porque en la práctica no funcionó de esa forma. (...) Buscó en la selva la libertad, la perfección, pero eran búsquedas internas que no se dieron en la práctica, lo cual le fueron provocando una profunda sensación de pérdida, de soledad, de no encontrar. De ahí ese rasgo que uno ve frecuentemente en los retratos de ensimismamiento huraño, como de bronca, como que la vida no fue lo que estaba buscando. Acá (en Misiones) no sé si fue feliz. Hizo sus intentos. Trató de compenetrarse con la selva, pero la selva suele ser bastante esquiva para la gente que viene de afuera. Y Quiroga en la selva misionera siempre fue un citadino, un hombre de ciudad. Se vestía con trajes blancos y andaba en bicicleta sobre la tierra roja. Tenía costumbres muy ciudadanas. Siempre fue el de afuera, el observador no participante (...) Buscó un escape, y el único escape que encontró, yo creo, fue darle ese beso de amor a la muerte cuando tomó el veneno.”

 

La mano de Amorim

El primero que lloró a Quiroga fue Vicente, el hombre elefante. Después, claro, sus familiares y sus pocos amigos. Entre las lágrimas más sinceras estaban las de Enrique Amorim. Un mes antes del suicidio, una tarde de enero, lo había visitado en el Hospital de Clínicas. Quiroga se dedicó a contarle sus recuerdos de Salto y “a jugar con la idea del regreso”, recoge Emir Rodríguez Monegal en Genio y figura de Horacio Quiroga. “Le dijo, medio en broma, que era como los elefantes que van a morir al sitio donde dieron los primeros trotes”. 

Rodríguez Monegal señala que el recuerdo de Salto y el deseo de regresar, aunque más no fuera de visita, no eran nuevos, y aporta que estaban planteados en la correspondencia con Amorim. Como en una carta de 1935 en la que rememora Salto como una ciudad fijada en sus siestas “con sus cabildeos de balcón a balcón”.

"Quien sabe si en pos de su viaje a ésta, no resulta que le devolvemos la visita en el Salto. Siempre he tenido ganas de rever el paisaje natal, si no sus habitantes. A mi mujer en particular le tienta la aventura. Todo esto, si prosperamos económicamente”, le escribió en otra oportunidad.  

Más allá de que a Quiroga también le interesaba ver si podía vender unos solares que tenía en Salto, quedaba claro que le atraía la idea de regresar. En esa oportunidad, Amorim se entusiasmó y quiso organizarle un gran recibimiento. Quiroga se negó tajante: ni por asomo aguantaría festejos del tipo regreso del hijo pródigo: "Muy bien por la amabilidad salteña que accede a hospedarme oficialmente. Lástima que mi hurañía indeclinable para los actos oficiales que aquello importaría, me impida aceptar tal honor”, respondió, apuntando que sí iría algunos días al chalet Las Nubes de Amorim, bien lejos de todo alboroto.

Finalmente regresó en 1937 convertido en cenizas, llevado por su amigo Amorim -el principal “culpable” de esta iniciativa-, y con mucho del odiado alboroto. Desde una urna con la forma de su cabeza, que dicen fue una creación frenética de dos días de un escultor ruso -que terminó sin cobrar por su obra, porque Amorim entendía que debía pagarle el gobierno uruguayo, y las autoridades entendían que debía pagarle Amorim-, hasta discursos oficiales y lo que Rodríguez Monegal define como “apoteosis organizada por manos muy amigas”, que, opina, “no fueron suficientes para compensar el silencio” con que las nuevas generaciones literarias de entonces habían rodeado el nombre de Quiroga. 

Ya hacía muchos años que padecía una “oposición generacional” que lo había relegado de los círculos intelectuales. Los jóvenes escritores de vanguardia lo criticaban. Uno de ellos llegó a decir que Quiroga “era una superstición uruguaya, que escribía mal lo que Kipling escribió bien”. Ese joven era Jorge Luis Borges, primo de la esposa de Amorim y huésped habitual del chalet Las Nubes. A pesar de esos dichos, Borges fue uno de los que acompañó la comitiva fúnebre, como recuerda Juan Forn en el artículo El hombre que nos enseñó a tener frío publicado en Página 12.

Forn apunta que eran fechas de Carnaval y “que el corso se interrumpía al paso del cortejo y que los niños pedían tocar la urna de madera de algarrobo en donde el escultor ruso Stepan Erzia había tallado la cara del difunto”.

Por las calles salteñas, entre el cortejo fúnebre y el desfile carnavalero, siento un freno. Es como cuando el ómnibus se detiene en la terminal y la inercia te despega del asiento hacia adelante y los pensamientos se acomodan. “La selva fue solo un bálsamo”; “no sé si fue feliz aquí”; “más que amistad era hermandad”; “infantilizarse de nuevo”; “regresar como los elefantes”, “descanso sin pesadillas”;“lo trajeron manos muy amigas”. 

Llegó. Llegué. Los pajaritos falsos no suenan tan mal después de todo.

 

Esta nota fue originalmente publicada en el blog Delicatessen

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