Los tres metros que separaban la tabla del agua no eran el problema. Mis pequeños pies, un poco mojados, avanzaban con mucha cautela por la tabla de madera. Abajo, seis metros de profundidad de agua. La vista era hermosa. Un cúmulo de pinos que reposaban tranquilos al sol. Yo intentaba concentrar la mirada en ellos y no en el numeroso grupito de curiosos que se había acercado al trampolín para presenciar mi primer salto. Tenía 10 años, era el segundo verano que vacacionábamos en Arcobaleno y el primero que me animaba a subir. Siempre lo había visto desde la superficie. Y desde ahí, abajo, parecía tan fácil.
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