Opinión > EDITORIAL

Lenguaje inclusivo ¿o excluyente?

Si bien la tendencia es creciente, en la educación pública puede generar inconvenientes
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25 de julio de 2018 a las 05:00
Varios medios periodísticos vienen dando cuenta de la creciente tendencia entre los estudiantes a la utilización del paralenguaje o jerga que se popularizó en las redes sociales, que intenta -con diversas deformaciones de los artículos, pronombres, adjetivos y sustantivos- anular las diferencias lingüísticas de género o, más precisamente, de cambiar el criterio del español de utilizar vocablos distintos para cada género y el masculino como abarcativo de ambos cuando pluraliza.

Obviamente cada cual tiene derecho a utilizar el idioma como prefiera o pueda, aún con errores, deliberados o no. Y hasta de inventar palabras y giros. Pero tal derecho no cabe y debe cesar cuando se trata de la educación pública. Porque justamente en ese ámbito es donde se enseñan los principios y recursos que hacen a la inserción en la sociedad y en una etapa posterior en el terreno laboral, en el orden local y global. Permitir que cada alumno o grupos de ellos tenga su propio formato del idioma, de las matemáticas o de las fórmulas químicas, no es un acto de respeto por las ideas o decisiones, sino un aporte a la mala formación, al aislamiento, a la deseducación y la disgregación.

Por eso es importante que las autoridades del área revisen la tolerancia y permisividad que se ha aplicado hasta ahora, tal vez creyendo que se estaba haciendo un aporte a la inclusión de género -algo de todos modos dudoso, por lo menos con el recurso en cuestión- y no acepten ni permitan que los alumnos o sus profesores y maestros utilicen estos formatos en ningún aspecto de la tarea educativa.

El idioma de los pueblos no es una superficialidad ni un formulismo irrelevante que puede ser modificado a gusto de cualquiera, con total independencia de la causa que se defienda. Es el tejido mismo de la sociedad, con el que los individuos se comprenden y se rigen, con el que se plasman y se perpetúan valores, leyes, derechos y principios que duran siglos y que se transmiten como un legado de generación en generación. Es además, esencial a la formulación del pensamiento, como enseña hoy la neurociencia.

La juventud no necesita que se la confunda más de lo que ya lo está hoy, ni que se agreguen obstáculos adicionales a su capacidad de elaborar ideas, suficientemente aletargadas por las paredes electrónicas que son las pantallas que la aíslan.

El lenguaje es la tinta con la que se escribe el contrato social de las naciones y ha tardado siglos en desarrollarse y naturalizarse. Permitir que cualquier grupo decida cambiar su uso o interpretación es lastimar ese valor primordial y un ataque contra los derechos de quienes no estén de acuerdo con ese grupo, o quieran seguir hablando una única lengua.

Basta imaginar lo que ocurriría si en vez de un grupo, hubiera varios que -defendiendo muchas causas valederas o no- decidiesen modificar el idioma para representar de ese modo sus reclamos.

La educación pública, que tanto ha decaído en los últimos años, no tiene espacio para concesiones demagógicas, de las que ya sufre varias que la afectan gravemente. Menos aún si tienen el riesgo implícito de fomentar o exacerbar la incapacidad de comprenderse o encontrarse en un idioma común. Ya hay demasiadas grietas como para que el sistema educativo se dedique a fomentar una más, de tanta relevancia.


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