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Locuras en el Vaticano: Benedicto XVI y Francisco se sacan chispas en "Los dos papas"

La película –que está en Cinemateca y próximamente en Netflix– recorre la transición más traumática de la Iglesia Católica con frescura y dos actores que la rompen
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17 de diciembre de 2019 a las 05:00

¿Qué es la Iglesia, así con mayúsculas? ¿La cura de los pecadores arrepentidos? ¿La salvación para las almas? ¿La casa de Dios o de, al menos, un dios? ¿O es un imperio arcaico construido sobre el oro y el miedo hacia el Vaticano? ¿O un nido de pedófilos escondidos bajo la sotana? ¿O el último refugio para protegerse de las tormentas de nuestro tiempo? ¿La última esperanza? ¿La única? Bueno, cada uno tendrá su propia hipótesis, su consideración sobre lo que la principal depositaria de la fe mundial representa. Lo que sí está claro, y eso lo saben todos, es que en 2013 la Iglesia era una bomba de tiempo. Una bomba pesada, mugrienta e incontrolable que tuvo por detonante a los Vatileaks, una serie de filtraciones que evidenciaron innumerables escándalos financieros, morales y hasta criminales. Fue una bomba que si no detonó, fue por obra y gracia de un señor muy cuestionado de nombre Joseph Ratzinger que dijo “hasta acá llego” y que dio un paso al costado. Ese señor, lo saben, era el papa Benedicto XVI, y su renuncia, aunque no inédita, fue un tortazo en la cara para la organización más longeva de la historia de la humanidad. 

Podemos decir tranquilamente que esos años deben de haber sido los más turbulentos en la historia reciente de la Santa Sede. Y que si se acomodaron fue porque llegó otra figura más conciliadora a tapar agujeros.  Pero hagamos el ejercicio y depuremos el lienzo: saquemos cualquier interés religioso, cualquier planteo teológico e incluso las simpatías o antipatías que la institución pueda despertar. ¿Qué nos queda?  Para empezar, dos figuras enormes, capaces de sacudir a la anquilosada estructura de un régimen de 2000 años. Después, una etapa crítica, un terreno lleno de obstáculos y una época conflictiva. Y alrededor de todo eso héroes, villanos, parlamentos shakesperianos, egos y legados en disputa, el viejo orden contra el nuevo, el surgimiento de una nueva manera de ver el mundo. En definitiva: una historia digna de ser contada. Y eso, exactamente eso, es lo que se le cruzó por la cabeza al brasileño Fernando Meirelles cuando le dijo que sí a Netflix y se puso a cranear junto al director de fotografía uruguayo César Charlone su nueva película: Los dos papas

“Es sobre dos figuras muy poderosas que lidian con sus problemas personales, y sobre cómo deben lidiar con el poder. Es el poder visto en la intimidad, por dentro. Creo que es interesante. Y para los que creen, tiene muchos diálogos sobre teología y sobre lo que debería ser la Iglesia, sobre las oposiciones de la institución”, le dijo Meirelles a Página 12 y así reafirma lo anterior: es cierto que Los dos papas –que se puede ver desde hace una semana en Cinemateca y que desde el próximo viernes 20 estará disponible en Netflix– se enfoca en la transición entre Benedicto XVI y Francisco, en el peso de sus figuras y su relación durante esos años en que se pasaron el mando, pero hay más. Es, en el fondo, una película sobre el cambio, sobre una organización que está obligada a transformarse para no morir y sobre un hombre que también tuvo que cambiar para poder liderarla. 

Dos curitas muy locos

Jorge Mario Bergoglio aparece al principio entre el humo de los chorizos y al ritmo de la cumbia de la Villa 21, en Buenos Aires. Y está feliz, contento de revolver la olla de guiso que prepara junto a otras seis manos. A Ratzinger, en tanto, lo vemos cabizbajo en las suntuosas salas del Vaticano, analizando y calculando fríamente qué es lo que necesita para ganarse los votos de los cardenales. Porque sí: la película comienza con la muerte de Juan Pablo II y la sucesión de Benedicto XVI. A partir de ahí recorre la relación de estos dos apóstoles de Dios, que se cruzan antes, durante y después de la crisis que llevó a Francisco al papado. Y que los pone continuamente uno frente al otro, en una película que se sustenta casi en exclusiva en los contrastes de estos hombres que piensan diferente, que ven las cosas desde lados opuestos y que, al final, terminan siendo buenos amigos. Al menos en la ficción. Porque si bien la película de Meirelles muestra varias conversaciones entre ellos –en las que se cruzan numerosos flashbacks de la vida de Bergoglio–, en realidad están basadas en cartas y escritos que se publicaron más tarde. 
El casting es el gran acierto de la producción. El actor Jonathan Pryce, conocido por varios como el Septón Supremo de Game of Thrones, nació para ser el papa Francisco. Es idéntico y, al final, casi que se mimetiza con la imagen real del actual papa que tenemos en la cabeza. Además, con este personaje va llenando el cartón de la argentinidad, porque en Evita (1996) ya había tenido el rostro de Juan Domingo Perón. Benedicto XVI es, en tanto, Anthony Hopkins, que le aporta todo el aplomo y la experiencia a un hombre conflictivo, sumamente polémico y que carga con mucho peso sobre sus avejentados hombros. Y eso se nota.  

Ambos actores son el corazón, la carne y el esqueleto de la película. Es un duelo actoral que deja momentos y escenas memorables, inesperadamente cómicas y con la profundidad teológica que se podría esperar de un proyecto así. En ese sentido, hay que destacar dos escenas: una en el jardín de la casa de veraneo del papa, cuando Bergoglio aún es cardenal y viaja hasta Roma para presentar su renuncia. La escena está filmada por Charlone con maestría, y produce en el espectador la sensación de estar ante un concilio secreto en el que dos maneras de ver a la Iglesia se sacan chispas. La otra gran escena es dentro de la Capilla Sixtina –que se reprodujo en los estudios de Cinecittà porque el Vaticano negó la posibilidad de rodar en sus dependencias–, en donde un extenuado Benedicto le anuncia a Bergoglio su intención de dimitir. En el medio de eso hay fútbol, pizza, chistes sobre los Beatles y hasta una votación papal al ritmo de Dancing Queen de ABBA. Si algo tiene Los dos papas es frescura. 

Quizás la película cometa algún pecado a la hora de querer abarcar demasiado –la desigualdad en Latinoamérica o el largo y un poco hollywoodense episodio de la dictadura argentina, entre otras cosas– pero da en el clavo en otros puntos. El retrato de los dos pontífices es bastante amable, pero no tiene concesiones con el pasado de Bergoglio, de quien aclara sus estrechos vínculos y colaboraciones con Videla, Massera y otros criminales del proceso militar argentino. Tampoco elude los casos de pedofilia en el seno de la Iglesia, ya que da cuenta cómo en las altas esferas  del Vaticano se tenían conocimiento y apenas si se movió un dedo y se barrió bajo la alfombra.  

La mezcla, entonces, es variada, pero funciona. Y si lo hace es porque tiene dos monstruos interpretativos que, bordeando el final de sus vidas, ponen el físico y el talento para retratar a estas dos figuras que, también en el ocaso de su existencia, dieron pasos en pos de cambiar un imperio milenario del que depende la fe de millones. Un imperio que, por lo que explicita la película, tiene bien claro lo que hay que hacer a partir de ahora: no ceder, pero sí cambiar para no morir bajo sus propios pecados. Si eso se está poniendo en práctica o no es ya es cuestión y opinión de cada uno. 

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