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Los espejismos del Oscar

Película intrascendente, Roma, acapara la atención en la noche de los premios
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24 de febrero de 2019 a las 05:00

Con preocupante frecuencia, la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas manifiesta su incomprensible fascinación por ciertas películas que engañan a casi todos, haciéndoles creer que son obras maestras, cuando en verdad no son más que la nada muy bien envuelta para regalo. Uno de los casos más recientes es el filme El artista, que en la 84ª edición del premio (2012) consiguió 10 nominaciones, ganando cinco estatuillas, incluida la de Mejor película. Han pasado siete años desde entonces, y nadie se acuerda de la película.

Va camino a desaparecer en la peor dimensión desconocida de todas, la del olvido. Este año la Academia ha vuelto a tener otro ataque de desmedido entusiasmo, celebrando la supuesta grandeza de otra película filmada en blanco y negro, tan insulsa e intrascendente como la anterior. No es francesa, sino mexicana.

Roma cuenta con 10 nominaciones, incluida la categoría principal. Es tan grande la irracionalidad de criterios empleados por la Academia al armar el plantel de nominados, que en la sección Mejor actriz aparece como invitada de piedra la protagonista de Roma, Yalitza Aparicio, quien lo menos que hace es tener una actuación que merezca tan rimbombante destaque. Aparicio hace pantomima de sí misma, sin otorgar una dimensión artística a lo que ya es. Para las actrices que se toman el difícil arte de la actuación en serio, su nominación ha de ser una cachetada a la vista de todos.

Que por decir con monotonía infinidad de veces, “sí señora, no señora”, la hayan destacado, es para recurrir al dicho popular, “cerrá y vamos”, y aceptar, una vez más, que el sentido común al servicio del rigor siguen estando ausentes en el famoso premio.

Con un libreto chato, en el cual es imposible encontrar una frase memorable (algo que hasta los episodios de Bob Esponja tienen, porque es requisito sine qua non de toda obra artística que aspire a la condición de extraordinaria), y donde la profundidad de los personajes y situaciones brilla por su ausencia, Alfonso Cuarón hizo una película tan engañosa como endeble. No sobrevive ninguna rigurosa revisión. El filme no es más que una serie de tomas en blanco en negro atractivas visualmente –como fotos en Polaroid en serie secuencial–, que hacen recordar a los comerciales en blanco y negro de los perfumes Miss Dior protagonizados por Nathalie Portman (ganadora del Oscar, no por los comerciales), más que a grandes filmes recientes que recurrieron a esas tonalidades con claroscuros, como las inolvidables Lenny y La última película. Hoy, por cierto, los comerciales de perfumes franceses filmados en blanco y negro están de moda. 

En el largo y tedioso comercial que es Roma, la aristocracia que usa costosos perfumes no es la protagonista, sino que el rudimentario libreto centra las acciones en una familia de clase media mexicana, en cuyo hogar trabajan dos indígenas, una de las cuales aporta el micro cosmos alrededor del cual se van hilvanando las escenas de la vida diaria, dentro y fuera de la casa. Es tan domesticado todo, que en ningún momento las expectativas son traicionadas. Sucede, lo que suponíamos iba a suceder. Incluso la mejor escena, que ocurre en una playa del Golfo de México, tiene la conclusión esperada. 

Lo mismo que Guillermo del Toro y Alejandro González Iñárritu, los dos restantes directores mexicanos de moda, y que la Academia ha premiado de manera reiterada, tampoco Cuarón (el mejorcito de los tres) es un director con genialidad. Si lo fuera, no lo premiarían con tanta regularidad. A los mandamases de Hollywood no les gustan los genios, solo aquellos que engañan a todos haciéndoles creer que lo son.

Con escenas que amagan una y otra vez con salirse de la rutina, pero terminan cayendo en la más profunda de todas, con una lentitud que no va a ninguna parte (no es la majestuosa lentitud que se encuentra en las películas del genial Theo Angelopoulos, que lleva al alma, no a la nada), Roma va dando la impresión de que algo con cierta importancia está sucediendo y que en cualquier momento la promesa de grandeza tendrá su instante culminante. Pero no, nada ocurre, todo es insultantemente anodino y termina tal como lo habíamos imaginado. Los pobres seguirán siendo pobres, y los burgueses no dejarán de estar insatisfechos y angustiados, porque la vida es terriblemente injusta. ¿Se necesitaban 135 minutos de metraje para decirlo?

Roma fue promocionada como una película sobre la infancia del director. Todos los filmes anteriores de Cuarón me resultaron fallidos, pero le di otra oportunidad, porque la película estaba en Netflix, y porque el regreso a la infancia es la gran prueba de fuego para los directores con talento, aquellos capaces de transformar el recuerdo en un viaje autobiográfico a zonas de la memoria sin agrimensura. A ver si el mexicano podía. Con los materiales residuales de la reminiscencia, Federico Fellini hizo Roma (1979), obra maestra. En la Roma de Cuarón, cuesta detectar la infancia, más allá del anecdotismo de los niños jugando tal cual lo hacían a principios de la década de 1970.

Cuarón demuestra que le resulta imposible descubrir qué hay detrás de lo que hay y que todos podemos ver. Presenta a gente pobre, pero no sabe profundizar sobre la pobreza ni sobre la miseria humana sin distinción de clases, como tan bien los hacían con superior lirismo los novelistas rusos.

Va por arriba, se desliza sobre la epidermis, por lo tanto, es incapaz de transformar lo cotidiano en metafísica, la oralidad en poesía (como tan bien lo hizo su compatriota Juan Rulfo). De ahí que el resultado no sea más que una postal (en blanco y negro) del comportamiento humano cotidiano, no de lo que reside debajo.

No es que Roma sea una película mala. Es una película previsible. Parece un video de impecable manufactura, igual a los que se filmaban para MTV en blanco y negro en la década de 1980, como el de la canción Boys of the Summer, de Don Henley. Además, no justifica su metraje. Cuarón expande y prolonga su historia, sin que haya justificación, pues no hay nada sustancial capaz de redimensionar la intensidad dramática. Acumula detalles que no llevan a ningún lado, más allá de lo que estamos viendo.

A una historia que daba para ocho minutos, la hace durar más de dos horas. Y el puro relleno viene con consecuencias. A los 10 minutos, uno advierte que Cuarón no tiene mucho para decir y lo poco que tiene no supera lo meramente circunstancial. La ambientación y la atildada escenografía tienen un papel decorativo, sin que haya momentos en que emerja lo extraordinario y pueda ser verificado en algo más que la morosidad de los encuadres.

El placer visual acompañado de buenas intenciones es insuficiente para que los personajes alcancen una dimensión de autenticidad, y el drama de telenovela se transforme en tragedia griega. Hay algo grave y mal hecho, cuando hasta las escenas de violencia sexual y política resultan decorativas. Hay algo grave y muy mal hecho cuando luego de dos horas y pico interminables uno se pregunta, ¿y todo esto, para qué?

Comparar a Alfonso Cuarón con Andrei Tarkovsky, sería como comparar una sidra en botella de plástico, de las que algunos toman caliente en la rambla montevideana, con un champagne Clos du Mesnil Blanc de Blancs Brut. Pero viene al caso hacerlo. Cuando el cáncer de pulmón lo estaba liquidando, el director ruso hizo un filme autobiográfico, su despedida de este mundo,

El sacrificio (mi película favorita), dedicado a su hijo, en el que reflexiona sobre una cantidad de aspectos referidos a la vida, cuando la vida quiere saber qué significa estar vivo. Es la vida vista en el microscopio, tratando de entenderla antes de que la muerte llegue. Es una oda al alma y al lenguaje, un canto a la condición humana.

Con la infancia como excusa, Cuarón hizo en cambio un relato a ras del piso,  sobre las peripecias de una mujer pobre convertida en parte de una familia burguesa a la cual sirve. Apeló al golpe bajo del sentimentalismo. De ahí no sale nada que ya no sepamos sobre la vida. Además, lo dijo de una manera irrelevante, ideal para complacer sin medias tintas a quienes sienten una cursi empatía con personajes que sufren tanto como todos nosotros.

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