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14 de abril 2023 - 5:03hs

A diferencia de los británicos, a los franceses siempre les ha costado un poco más plegarse a la hegemonía global de los Estados Unidos y aceptar su liderazgo sin sentirse un poco comparsa de Washington.

En los años sesenta, Charles De Gaulle le pidió a Estados Unidos que le cambiaran todas las reservas en dólares que tenía en el Banque de France por oro contante y sonante, tal como había quedado establecido en los acuerdos de Bretton Woods de 1944. Washington nunca devolvió el oro y canceló en forma unilateral esa parte del acuerdo. Era el principio de una relación no exenta de tires y aflojes.

En las coquetas mesas del restaurante The Palm en Washington D.C. y en los salones del hotel Hay-Adams en la calle 16, cada vez que sucede algo así, siempre se les reprocha a los franceses un tópico por lo demás bastante popular entre los estadounidenses: “Si no fuera por nosotros, hoy serían una granja nazi”. Demás está decir que De Gaulle no es héroe de esas tertulias. Allí la leyenda europea de toda anécdota histórica es siempre Churchill, “cuya madre era americana”, nunca olvidan.

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En febrero de 2003, el mundo aplaudió la firme postura de Francia al oponerse a la guerra en Irak y el brillante discurso de su entonces canciller, Dominique de Villepin, en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. En Estados Unidos, en cambio, no solo lo repudiaron a él sino a todo lo que oliera a Francia; se llegó al colmo de la ridiculez al cambiarle el nombre a las papas fritas, que allí se les decía papas francesas (“french fries”), por el de “papas libertad” (“freedom fries”).

Hoy están que trinan otra vez porque el presidente Emmanuel Macron dijo, entre otras perlas, que Europa no era “vasallo” de Estados Unidos.

Macron se refería a la posición que la Unión Europea debía adoptar respecto de Taiwán, hoy piedra de la discordia en la gran pugna por la supremacía global que sostienen China y Estados Unidos. Y para Macron, Europa simplemente debe tomar distancia de ese entuerto, sobre todo no bailar “al ritmo que pone Estados Unidos”. “La trampa para Europa es quedar atrapada en crisis que no son nuestras, ya que eso nos impide construir una autonomía estratégica”, dijo Macron en una ya célebre entrevista a dos micrófonos con el diario Les Échos y el portal Politico.

¿Para qué?..., diría Alberto Olmedo en aquella inolvidable rutina de “Álvarez y Borges” que hacía con Javier Portales en los ochenta. Lo crucificaron al presidente francés. Hoy hacen cola para pegarle, desde voceros oficiosos del establishment de Washington hasta los europeos más atlantistas; sobre todo en Alemania, donde romper definitivamente con Rusia para seguir a Washington a pie juntillas, después de la invasión a Ucrania, les ha costado un esfuerzo económico sobrehumano.

Más malestar aun causaron las palabras de Macron porque la entrevista completa se publicó días después que se lo viera disfrutando de un té con Xi Jinping mientras recorrían juntos la belleza sobrecogedora de los jardines cantoneses. Amén de que luego –incluso en una reciente visita a La Haya– ha seguido insistiendo con el concepto de “autonomía estratégica”.

Pero lo cierto es que ni la Casa Blanca ni ninguno de los gobiernos europeos lo ha criticado de frente. En Bruselas han dejado filtrar alguna disconformidad con sus dichos, pero lo han hecho en forma anónima.

Y la realidad es que Macron no ha expresado nada nuevo. En ningún sentido. Más allá de todo el ruido que ahora se hace en torno a Taiwán, lo único que consta en actas es que tanto Estados Unidos como la Unión Europea han adherido por más de medio siglo a la política de “una sola China”. Por eso tanto Macron como sus diplomáticos dicen ahora que la posición de Francia respecto a Taiwán “no ha cambiado”. Los que han cambiado han sido otros, parecen sugerir el presidente francés y sus plenipotenciarios.

En cuanto a la “autonomía estratégica”, lejos de ser un concepto nuevo, Macron ya lo hablaba en esos términos hace diez años con su mentor y confidente Jacques Attali, intelectual de altísimos quilates, economista, músico, sabio, genio y un verdadero poder en la sombra en la Francia de las últimas tres décadas, que llevó a Macron de la mano hasta el Eliseo. Y luego era tema recurrente en las interminables tertulias que el llamado “presidente filósofo” había armado en el Eliseo con buena parte de la intelligentsia parisina. De ahí salía permanentemente como novedad de análisis a las páginas de Le Monde, Le Figaro, Libération. Francia es un país de ideas, tal vez más que ningún otro; un país donde se discuten las ideas; y la “autonomía estratégica” era una de las grandes ideas del presidente con la cabeza más amoblada que Francia ha tenido desde Mitterrand. Solo puede pensar que el concepto es nuevo quien no haya prestado ninguna atención a lo que acontecía en Francia y en Europa los últimos cinco años.

Para no hablar de cuando en 2019 Macron dijo abiertamente que la OTAN estaba padecía “muerte cerebral”.

Luego vendría la guerra de Ucrania y la imagen del presidente galo como líder de Europa perdió fuelle tras no lograr nada de una visita a Moscú donde Vladimir Putin lo recibió con una mesa de tres metros de por medio. La “autonomía estratégica” cayó en un desuso prácticamente obligado, la alineación con Washington fue casi total. Ahora el francés ha vuelto por sus fueros autonómicos. Y yo creo que está en todo su derecho.

También es cierto que en Washington ahora lo critican después de su visita a China y lo que allí hizo y dijo, pero antes del viaje, Washington le quitó toda autoridad –igual que hizo antes de su visita a Moscú y a Teherán– cuando invariablemente decían desde la Casa Blanca que no esperaban absolutamente nada del viaje de Macron.

Pues bien, ahora el francés parece dispuesto a lograr algo, aunque más no sea para él y su autonomía estratégica. Calavera no chilla.

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