Mundo > caos en parís

Macron y la ira de los mansos

El movimiento “chalecos amarillos”, que se alza desde hace tres semanas contra la política económica y social del gobierno, hace tambalear al poder en Francia
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08 de diciembre de 2018 a las 05:04

Emmanuel Macron llegó a la presidencia de Francia en 2017 con un amplio respaldo popular en volandas de su novedoso movimiento político En Marcha, y como la joven promesa a quien no le temblaría el pulso para llevar adelante las reformas liberales que requiere la Francia de hoy, y a las que todos sus antecesores le habían esquivado el bulto.

Por un buen tiempo, pareció funcionar. Macron era una bocanada de aire fresco en la política francesa; y combinaba esa frescura y entusiasmo con un solemne apego por la gestualidad, los valores y la simbología de la V República; y en general, de todo lo relacionado con la dignidad y el orgullo de Francia. Las aristas económico-liberales menos digeribles del joven mandatario, las había sabido hasta cierto punto esmerilar con un autoproclamado “progresismo”, y un empuje y un optimismo contagiosos. 

El muchacho de Amiens que había llegado a ser socio de la Banca Rothschild hasta su debut en la mesa grande de la política como ministro de Economía del expresidente Francois Hollande, y que había sabido cultivar amistades clave dentro de las élites parisinas, parecía ahora el hombre llamado a cambiar los destinos de Francia y conducirla por un nuevo sendero de prosperidad y grandeza. Tan es así, que las intenciones de Macron eran proyectar ese liderazgo a toda Europa y suceder a Angela Merkel en la batuta de la Unión Europea, tras el anunciado retiro de la canciller alemana en 2021. 

Hace apenas unos días, con motivo del centenario del Armisticio de la Primera Guerra Mundial, el francés había pronunciado un encendido discurso, condenando los nuevos nacionalismos que amenazan el orden liberal europeo, y en defensa del multilateralismo, el europeísmo y la globalización. Secundado por la propia Merkel, la imagen insinuaba una entrega de posta. Macron, como un Charles Martel en traje de Jonas et Cie, parecía en una carrera imparable para salvar a Europa del nacional-populismo, y alzarse con una gran mayoría en la Eurocámara tras las elecciones europeas de mayo próximo. De ahí en más, todo podía esperarse de él.

Pero en política, como dice Saramago, hay que cuidarse de la ira de los mansos. Tan solo ocho días después, estallaron en París las protestas masivas de los “chalecos amarillos”, que hoy tienen a su gobierno y su liderazgo en jaque, y paralizada a su mayoría parlamentaria en la Asamblea Nacional que tampoco sabe cómo responder al clamor de las calles. Es como si En Marcha se hubiese chocado contra el muro granítico de la realidad.

Macron no termina de entender muy bien lo que pasó. No estaba preparado para esto. No es algo que se enseñe en las aulas de la Universidad de Nanterre, donde estudió filosofía, ni siquiera en Science Po, donde también estudió y donde se forman los principales cuadros de la clase política francesa. No estaba en sus lecturas de Borges, Cortázar o Vargas Llosa, que hace unos días exhibió con notable solvencia durante su visita a Buenos Aires. No se lo había advertido su mentor político, el brillante intelectual Jacques Attali, figura dominante detrás del poder francés durante los últimos 30 años largos, y quien lo lanzó en su vertiginosa carrera al Eliseo.

Y es que nadie podía prever estos acontecimientos. Las herramientas clásicas para analizar la política de Francia no son hoy suficientes para entender el fenómeno de los “chalecos amarillos”, aunque las señales estaban. Se trata de ciudadanos de la clase media empobrecida por la globalización; habitantes de ciudades del interior de Francia y de algunos suburbios, desempleados, subempleados o con un salario que no llega a fin de mes; o gente que ha perdido su almacén, su tiendita u otro pequeño o mediano negocio a manos de los grandes shoppings y los hipermercados de las ciudades. Hay así un componente geográfico insoslayable en la revuelta, que se replica además en varios países de Europa y en Estados Unidos.

Es la llamada France Périphérique (la Francia Periférica), que como el Mezzogiorno italiano (la Italia meridional), Provincial England (la Inglaterra provinciana) y los estados del Rust Belt (el cinturón industrial) de Estados Unidos, han sido depauperados por los coletazos de la globalización, la robotización y los avances tecnológicos. Se trata de clases medias que en el pasado han gozado de un alto poder adquisitivo, hoy sumergidas en la desocupación y pasando necesidades. En Italia llevaron al poder a una impensable coalición de extrema izquierda y extrema derecha, en el Reino Unido le dieron el triunfo al Brexit, y en Estados Unidos, a Donald Trump. Los franceses, tal vez más escépticos de los cantos de sirena del populismo, han tomado las calles con chalecos amarillos y no siguen a ningún líder ni abrazan ninguna ideología.

Empezaron las protestas por el aumento del impuesto a los combustibles; pero sin duda el trasfondo es mucho más complejo, y tampoco agota el análisis. Existe en ellas un gran resentimiento con el establishment que los ha dejado de lado. Las élites metropolitanas y globalizadas no ven esa Francia periférica, no está en su camino a casa detrás de vidrios polarizados. Es como si no existiera. De hecho esa “invisibilidad” es un reclamo central de los manifestantes. Por eso usan chalecos de color amarillo fosforescente; para que los vean. Y sobre todo, consideran a Macron como la síntesis, la personificación, el principal responsable de esa insensibilidad e indiferencia.

El presidente nunca le había dado al asunto mayor importancia, a pesar de que los franceses de a pie se lo decían una y otra vez, cada vez que en campaña visitó una ciudad del interior de Francia o recorrió una de estas zonas postergadas. No escuchó. Por eso hoy es el principal blanco de los manifestantes, que lo ven como un elitista, frío y desentendido de sus problemas. Un sondeo reciente reveló que 90% de los franceses percibe a Macron como distante y desconectado de la realidad. “Hay que bajar del Olimpo —le dijo en estos días el líder del Partido Socialista, Olivier Faure—, Júpiter, c’est fini !”.
Tal vez Macron, como el resto de las élites francesas, nunca entendieron aquello que decía Alain Touraine sobre los conflictos sociales en la era de la globalización: “Hay un mundo instrumentalizado; y por otro lado hay un mundo humano, social, antropológico que no tiene ninguna vinculación con el primero y que queda indefenso y destruido ante él”.

Durante el año y medio que lleva de mandato, Macron eligió no ver ese mundo. Ahora que le ha estallado en la cara, intenta apagar el fuego con una sola manguera. Primero el gobierno anunció que postergaba por seis meses la medida de aumentar los combustibles. Al día siguiente dijo que la postergación sería por un año. Pero ya nada de eso parece satisfacer a los descontentos, mientras se multiplican sus reclamos y la zozobra entre los integrantes del gobierno por apaciguar los ánimos. Puede que sea demasiado tarde, y que Macron tenga serios problemas para volver a poner a su gobierno En Marcha. 

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