Luciendo una camiseta blanca que dice ici c’est París (esto es París), Lionel Messi saluda desde el balcón de una de las tres suites presidenciales del hotel Le Royal Monceau - Raffles Paris, ubicado en el 8e. Arrondissement, inaugurado en 1928, y propiedad de los mismos dueños del PSG, club fundado en 1970. Es el hotel 11 estrellas donde alguna vez se hospedó el Sha de Persia, Mohammad Reza Pahlavi, y nos dio asco, tanto, que hasta vimos con indiferencia la llegada al poder del Ayatola Jomeiní, como si no quisiéramos saber cuál de los dos males era peor para Irán. Esta vez, en cambio, no hay condena pública al derroche indiscriminado, a la ostentación sin sentido, a la banalidad al mango. Como se trata de Messi, lo perdonan. El culto a las celebridades viene acompañado de condescendencia. Desde hace tiempo la peor versión del capitalismo tomó posesión del fútbol profesional, por lo tanto, a nadie debe extrañar que la obscenidad del despilfarro se pertreche en primera fila y sea celebrada por las cámaras mudas de los medios informativos, que dependen de Messi para vender algún diario más o subir un punto en el rating de las mediciones semanales. En tiempos de pandemia y de mucha miseria social y económica, con aumento del desempleo global, un catarí tira manteca al techo y contrata al mismo futbolista que su club madre, Barcelona, un histórico del balompié mundial, no pudo mantener en sus filas debido a la crisis económica que padece y que lo tiene postrado, al borde de la bancarrota, aunque sigue pagando salarios de otro planeta.
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