En el segundo semestre de 1980 fui invitado por el gobierno del presidente Jimmy Carter a pasar cinco meses en el International Writing Program de la Universidad de Iowa. Ahí conocí la nieve. El propósito principal del viaje era escribir un libro sobre Estados Unidos. Cuarenta años después, aun no lo he terminado. Voy por la mitad. Se llamará: Mi vida tal como me la contaron (en inglés será, One Ego Ago). La razón del retraso es, creo, válida. Recién ahora me siento capacitado como para decir algo con conocimiento de causa sobre una realidad fascinante, que cobija en su interior un caleidoscopio de ideas, subculturas y sentires diversos. En estas cuatro décadas he recorrido en ómnibus 42 de los 50 estados de la Unión Americana. Dormí en moteles de mala muerte y de peor vida, practiqué el inglés con las cucarachas (no son buenas mascotas), y durante periodos largos que fueron meses y años –vidas en miniatura– residí en Iowa, Kansas, Missouri, Massachusetts, Vermont y Texas, estados que fueron estados de ánimo. En todos ellos pagué impuestos y crucé la calle con el semáforo en verde. Por tres años que terminaron siendo cortos, sobreviví como el individuo más pobre y libre del mundo en un barrio negro carenciado de St. Louis, en el cual mis vecinos jugaban al básquetbol a medianoche y cada tanto se oían disparos. Vi a uno de mis vecinos morir apuñalado. A otro casarse. Me invitó a su fiesta de boda y estuvo fabulosa. Fui el único blanco presente, además del vestido de la novia. Dije incluso unas palabras en honor a los flamantes cónyuges, antes de que la música soul y rhythm and blues comenzara a sonar hasta la madrugada. La plata no me alcanzaba para pagar la cuenta de luz, por tanto, en invierno (con un promedio de cinco grados bajo cero) me privaba de usar la calefacción, y en verano (con 42 grados de temperatura por tres meses seguidos), el aire acondicionado. Dormía en el piso helado o caliente, dependiendo de la estación, en un colchón usado, hermosamente agujereado por el tiempo. El único mueble que tenía en el vetusto y añorado apartamento era un sillón reclinable de pana amarilla que había encontrado tirado en la calle. Su fidelidad era no menos que admirable. A pesar de vivir con poco y nada, fueron años de felicidad inmensa. Tenía todo el tiempo del mundo para leer y escribir. Cuando me siento mal o desanimado (me pasa poco, afortunadamente) me pongo a recordarlos. Al rato nomás comienzo a sentirme mejor. Es solo cuestión de rebobinar y regresar al ayer más rápido que los protagonistas de Regreso al futuro. Y lo hago sin necesitar un auto DeLorean.
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