Golpearon la puerta de su casa y, la verdad, podía ser cualquiera y podía ser nadie. Difícilmente fuera un Testigo de Jehová o dos mormones, u otro vendedor ambulante de esos que hace unos años recorrían la ciudad y que, finalmente, fueron casi diezmados por los porteros, por los de carne y hueso y por los eléctricos. ¿Amigos? Hacía tiempo que no lo frecuentaban y, cuando aparecían de tanto en tanto, avisaban antes por el wasapp. ¿Mujeres? Tenía los mejores recuerdos de todas las que habían pasado por su vida pero, vaya a saber por qué trampas de la memoria, ya no sabía por qué razón se habían ido o por qué motivo las había dejado.
Así que abrió la puerta sabiendo que tampoco se iba a encontrar con el cartero, otra de las especies urbanas en extinción. El que lo saludó con un hola apurado fue un hombre con un buzo beige escote en v de esos que, gracias a Dios, apenas sí se usan.
La conversación fue brevísima. Los dos de pie, cada uno de cado lado del dintel –otra palabra en desuso- y los dos con ganas de terminar pronto la conversación. A continuación se transcribe la charla mantenida entre el visitante y su recibidor (esta fórmula escasamente literaria sí es usada cada vez con más frecuencia para comodidad del escritor y vergüenza del que lee):
-Sí, dígame…
-Buenas tardes. ¿Me permite dos minutos?
-Sí, dígame…
-Mire, se la hago corta. Vendo pastillas para no recordar o para olvidar, como le convenga más. ¿Le interesa?
-No, mire, no me interesan. La verdad es que no tengo nada de lo que quiera olvidarme…
-Ah, no, no. Pero no se preocupe. Lo que le propongo olvidar no es la tabla del nueve ni la capital de Suiza. Estas pastillas lo liberan de inmediato, y con una sola dosis y para siempre, de los malos recuerdos, de las personas que le causan pena porque una vez estuvieron pero ya no están, de las novias perdidas, de los amores deseados y no concretados…
-No, muchas gracias. Por suerte mis recuerdos son, cuando no felices, muy tolerables. Es más, si me lo pregunta, creo que carezco de malos momentos pasados. Qué voy a hacer. Como dijo aquél: vida y muerte le han faltado a mi vida. Pero, además, disculpemé, usted me está queriendo vender cualquier cosa. Esas pastillas, usted lo sabe, no pueden funcionar.
-Funcionan. Es más, yo no vine a venderle nada. Vine a hacerle una visita de atención al cliente para comprobar la eficacia de su compra.
-¿Qué dice…?
-Yo estuve ayer aquí y usted me compró lo ofrecido. Usted ya no tiene nostalgias. Usted se olvidó de las personas perdidas pero también de sus legados, de los amores perdidos pero también –todo no se puede- de los mejores momentos que le regalaron, usted se olvidó de las malas palabras y de las palabras perfectas que las precedieron. Usted se olvidó de las peores cosas que le pasaron en la vida. Usted ya me ha olvidado.
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