Eran las dos de la tarde y Gastón Chavat ya había tachado de su lista varios de los quehaceres de un martes cualquiera. Llevó a su hija a inglés, volvió a trabajar; la fue a buscar, regresó a trabajar; levantó a su hijo de la escuela de música, cocinó el almuerzo y la merienda que le tocó hacer para toda la clase de su hija y los llevó a la escuela en la tarde. Por unas horas supo que los rollos de tela y otros objetos de su oficina no saldrían del lugar donde los dejó. Que tendría cuatro horas de trabajo continuo.