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Reformar para sobrevivir

Estamos al borde del abismo y debemos más que nunca corregir el rumbo educativo
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10 de agosto de 2019 a las 05:04

El informe del Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed) sobre el estado de la educación en Uruguay da cuenta de una situación alarmante. Aunque hay mejoras evidentes con relación a años anteriores, los resultados son sencillamente insuficientes y constatan nuevamente el fracaso de nuestra política educativa. La situación más preocupante sigue siendo la de la educación media superior. Si en Chile más del 85% de los jóvenes de entre 20 y 24 años culmina la educación secundaria, en Uruguay lo hace solo el 43%, mientras que el 51% ya abandonó el sistema.

Se ha escrito mucho sobre lo que evidencian estas carencias, así como también sobre la incapacidad de los sucesivos gobiernos para corregirlas. Tampoco se le escapan a nadie las consecuencias de una ciudadanía mayormente inculta e incapaz de hacer frente a los desafíos laborales que nos plantea el presente y el futuro inmediato. A pesar de ello, me siento obligado a hurgar en la herida y sugerir que el panorama es significativamente peor de lo que parece. Y es que en la discusión pública no suele tomarse en cuenta un factor decisivo: el vínculo entre educación y delito. 

Evidentemente, no existe una relación causal directa entre uno y otro. La enorme mayoría de las personas con bajo nivel educativo no delinque, y hay quienes tienen doctorados y no por ello se abstienen de cometer ilegalidades. Sin embargo, es innegable que existe una relación inversa entre el nivel educativo y la participación en actividades delictivas. Lo vemos en nuestras cárceles, sin ir más lejos, donde el 60% de los censados no culminó el ciclo básico (I Censo Nacional de Reclusos, 2010).

Por un lado, una mayor escolarización da lugar a mayores salarios y oportunidades laborales, reduciendo así los incentivos para sumarse al delito. La educación, a su vez, incrementa notoriamente el costo de oportunidad de ir a prisión, porque el alejamiento del mercado laboral supone una pérdida significativa para quien puede acceder a un buen empleo, tanto en términos de ingresos como en capacitación y experiencia. Más aún, considerando el estigma social que conlleva la condena y que dificulta la realización de una carrea profesional y el acceso a un mejor salario. Por otro lado, la educación suele aumentar la tolerancia de los individuos a las adversidades, así como también su aversión al riesgo. Ambos factores implican una mayor consideración de los peligros inherentes al delito, como pueden ser el estigma, la cárcel o la muerte.

Es importante aclarar que estos vínculos suelen presentar un problema de endogeneidad, lo que pone en duda el sentido de la relación. Por ejemplo, puede ser que quienes tengan menos años de escolaridad tengan más incentivos para participar en el delito, pero también es posible que quienes tengan una mayor propensión al delito abandonen antes el sistema educativo. Ambas trayectorias son factibles.
En cualquier caso, la educación es, sin lugar a duda, la mejor estrategia de disuasión contra el crimen. Esto siempre ha sido así por las razones ya expuestas, pero lo es aún más en vistas de un fenómeno que viene marcando desde hace tiempo los aconteceres de nuestro país en materia de inseguridad: el establecimiento y la proliferación del crimen organizado. Entre sus síntomas más evidentes están el aumento destacado de los robos y homicidios, la cada vez mayor ocurrencia de extorsiones y secuestros, o la mayor utilización de nuestros puertos y aeropuertos para el tráfico de drogas. 

Aquí es donde ambos problemas convergen. Sea en forma de células, bandas, pandillas, mafias o carteles, el crimen organizado requiere de recursos humanos para surgir y expandirse. Un porcentaje alto de hombres jóvenes y de bajos recursos que no trabajan ni estudian suponen un caldo de cultivo perfecto. Si a ello le sumamos modalidades de delincuencia organizada que incluyen dinámicas de retaliación, como suele ser el caso de las bandas y pandillas que se propagan por América Latina, entonces los resultados de nuestro sistema educativo son una verdadera bomba de relojería.

Lamento ser alarmista, pero hemos dejado que llegue a un punto en el que parece difícil que la situación no continúe empeorando. A medida que el crimen organizado va corrompiendo los barrios, los círculos de contención se debilitan y la edad de reclutamiento disminuye. El alejamiento del sistema educativo es causa y consecuencia. Niños y adolescentes que sufren violencia y abandono en sus hogares y escuelas son atraídos por la protección y el sentido de pertenencia que ofrecen las bandas criminales. Los niños son reclutados para cobrar extorsiones o para vender y transportar droga. Las niñas se tornan las parejas y compañeras sexuales de los mayores. A partir de entonces comienza un círculo vicioso de drogadicción, delito y violencia, cuyo destino más probable es la cárcel o la muerte.  

En la columna siguiente voy a referirme a políticas y programas específicos que buscan prevenir este desenlace, pero hoy prefiero insistir con un mensaje claro y conciso: a mediano y largo plazo, no importa qué medidas de seguridad tomemos, quiénes patrullen las calles, cuántos años aumentemos las penas, a cuántos delincuentes rehabilitemos o a cuántos pongamos tras las rejas. Frente a un panorama laboral moderno, exigente y dinámico, las carencias básicas y estructurales de nuestro actual sistema educativo hacen prácticamente inviable que los uruguayos seamos capaces de convivir en paz.

Es probable que los homicidios se reduzcan este año debido al aumento excepcional del año pasado, pero la tendencia al alza va a continuar. Lo mismo sucederá con los robos y con el narcotráfico, en tanto que son los insumos que alimentan los mercados ilegales. Eventualmente, la competencia entre grupos criminales cada vez más numerosos los llevará a buscar fuentes de ingreso adicionales, y es ahí cuando las extorsiones y los secuestros empezarán a generalizarse. Si queremos evitarlo, hay mucho por hacer en varios frentes, pero hay una reforma que es urgente e indispensable. Ya no hay tiempo de debates ni de discusiones. Estamos al borde del abismo y quemando los últimos cartuchos. O corregimos el rumbo de la educación o nos despedimos del país que supimos ser. 

 

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