Dentro del esfuerzo deliberado que el gobierno lleva adelante por promover el crecimiento del candidato militar, llegó una de las propuestas más peligrosas de la campaña. La presidenta del Instituto Nacional de la Inclusión Social Adolescente (Inisa) propuso incluir un fusil en la vida de cada joven uruguayo. Para agregar más efecto a la propuesta –lo que importa en la estrategia oficialista es que se hable de lo militar y que el candidato militar crezca–, Mujica lo complementó con que el fusil sea parte del tratamiento para la drogadicción.
Ideas nefastas que ojalá no sucedan nunca jamás y que la gente se dé cuenta como los autoritarios se retroalimentan mutuamente. Ideas propias de un general Chávez por lo autoritarias o de un Nicolás Maduro por lo irracionales. Pero cuando “lo político está por encima de lo jurídico”, y permanecer encaramado en el poder es un fin que justifica cualquier medio hay que quedar atento. Los niños uruguayos no se merecen ni siquiera que se mencionen ideas tan peligrosas para ellos. Sin que lo anterior signifique ningún desmedro a la carrera militar que deben seguir aquellos que tengan la vocación por proteger nuestro territorio, nuestras aguas y nuestro aire. Eso se elige. El plantar un árbol, debiera ser parte de una nueva revolución vareliana, entrar dentro de la educación obligatoria que como el sol debe llegar a todos los niños y a todas las plantas.
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Escribo esto mientras viajo observando el verde centelleante de los campos uruguayos, con sol luego de una larga seguidilla de días grises y lluviosos, mientras un niño a mi lado suma ya más de cuatro horas aferrado a su celular, sin enterarse de los paisajes que van pasando por la ventanilla.
Imagino esto como una política que trascendiese a los partidos, que generara una cultura de diversidad biológica y cultural y que en el largo plazo generara que cada uruguayo tuviese su árbol correlativo, y que sumara a cada generación unos 40 mil árboles nuevos, algunos más o algunos menos, según fuese la cantidad de nacimientos. O podría ser una política que significara que el árbol se siembra al empezar la secundaria y se trasplanta al finalizar la secundaria, con la condición de que ningún niño quedase sin su árbol plantado, aún cuando desertara del sistema educativo.
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Algo que sin generar un gran costo, y sin discursos rimbombantes que a los jóvenes suelen rechinar, enseñe que para cosechar hay que esperar a veces más y a veces menos luego de haber preparado el terreno, la tierra, y haber sembrado.
Son muchos los países que están lanzados en campañas de siembras masivas de árboles. Un árbol por año y por niño no sería una cantidad tan grande, en 2018 fueron 40.139. Un plan de forestación con árboles nativos de 40 mil árboles por año es perfectamente posible y podría generar un nuevo relacionamiento campo ciudad. Muchos de esos árboles podrían estar en los predios de productores y el niño podría ir una vez por año de visita para conocer directamente a un productor y entender cuán lejos está del estereotipo que tantas veces se promueve.
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Puede que sea una idea un tanto heterodoxa, puede que los técnicos de Eduy 21 encuentren reparos pero pienso que puede generar la cultura de pensar más en el suelo, de nutrir a la tierra que nos nutre, a tomar a los jardines como ámbitos donde los niños aprender de una manera más estimulante a la actual. Por algo está acuñado el concepto de “jardín de infantes”.
Si algo puede rescatarse de este triste brote militarista, es que sí, hay que acercar el verde a los niños y a la sociedad.
Pero el verde que implica cultivar para cultivarnos a nosotros mismos.
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