Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Si el cine me llama, aquí estoy yo

En el filme de Kusturica disponible en Netflix, la vida de Mujica nada tiene de suprema
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11 de enero de 2020 a las 05:00

Emir Kusturica tuvo un debut fulgurante en cine, dando la impresión de que se iba a comer al mundo. Por un tiempo lo hizo. A los 27 años de edad era un director estrella tras el estreno en 1981 de su primer filme, ¿Te acuerdas de Dolly Bell?, que representó a Yugoslavia en los premios Oscar de ese año. En 1985 filmó su segundo largometraje, Papá salió en viaje de negocios, que hasta la fecha sigue siendo uno de los mejores filmes de esa década y por el cual Kusturica ganó la Palma de Oro del festival de Cannes. Volvió a ganar ese premio diez años después con Underground, filme descollante que mantiene vigencia y demuestra que en ocasiones, los excesos estéticos son una declaración de principios ideológicos.  No obstante, a partir de ese momento cumbre, su carrera ha sido una suma de desaciertos. El Pepe, una vida suprema poco podrá hacer para cambiar el rumbo y detener la caída en picada de un director que ha perdido la creatividad. 

Tal cual lo evidenció en su anterior documental, Maradona By Kusturica (2008), el director nacido en Bosnia es un maestro a la hora de acumular clisés. Nuevamente vuelve a tomar a una figura mundial popular como es José Mujica, y la pone frente a la cámara como si con eso bastara para hacer un filme con ínfulas documentalistas. Precisamente, esa es la falla más notoria: es un documental que no lo es, pues la investigación sobre la vida del personaje central es nula. La única fuente de información proviene del propio protagonista y dos amigos, compañeros de cárcel y de libertad, que nada nuevo aportan a lo ya conocido. Es más de lo mismo muy mal repetido. El tedio gana pronto territorio y las expectativas por encontrar cierta grandeza son traicionadas a las primeras de cambio. 

El Pepe, una vida suprema nunca levanta vuelo. Y de la poca altitud que alcanza, cae en picada. Antes que un documental, parece el segmento de un programa informativo que no trasciende lo estrictamente noticioso. La falta de perspectiva para presentar el asunto resulta alarmante. El filme es una antología sobre la forma cómo no debe hacerse un documental. Para empezar, es un ejercicio narcisista, con mucho de filosofía de pacotilla y con una visualidad desconcertante, pues Kusturica pone en primer plano su rostro casi tanto como el de Mujica, y se detiene en gestos faciales adustos o de complacencia, en reacción a las opiniones del entrevistado, cuando en verdad varios de los comentarios son una sarta de lugares comunes. 

Si el anterior documental del director nacido en Sarajevo se llama Maradona por Kusturica, este bien podría haberse llamado Emir y El Pepe. Cuesta justificar el recurso técnico utilizado por el director, aunque en verdad esta película es un festival de lo injustificable y de los mismos clisés políticos de siempre. En un mundo complejo, que nadie sabe bien hacia dónde va, el culpable de todos los males sigue siendo Estados Unidos y los buenos de la historia (como en las películas de cowboy) son siempre los mismos, representados en la imagen de Evo Morales, cuyos pocos segundos en la pantalla son, a esta altura de la historia, hilarantes.

Otro de los problemas notorios, es que Kusturica demuestra desconocer al personaje en cuya vida pretendió adentrarse, aunque tampoco estoy seguro de que ese haya sido el propósito, si hay alguno aparte de explotar la popularidad de Mujica como gurú de una época en crisis cultural, ética y estética, en la que está en juego el futuro del planeta. Una y otra vez la cámara se detiene con morosidad en el rostro del director, quien cigarro en mano muestra su embelesamiento ante comentarios de Mujica que ya conocemos de memoria. En ningún momento hay interés por indagar más, por saber qué otra realidad anímica, amatoria, literaria o incluso metafísica hay detrás de la fachada del líder de izquierda, quien en contadísimas excepciones logra evadir lo ya establecido y enfilar directo a su alma a modo de confesión íntima y sutil. 

A partir de esos momentos, los de una intimidad en estado de blindaje que espera turno para contar el resto de su historia, es que Kusturica podría haber hecho un documental valioso sobre el personaje en cuestión. Sin embargo, esos ratos de cine trascendente son mínimos, escasísimos, como cuando Mujica confiesa, casi a la sordina, que le hubiera gustado tener hijos, o bien cuando reflexiona sobre la vejez y acuña la mejor frase que le he oído decir, una por cierto memorable, que hasta el propio Gabriel García Márquez hubiera envidiado y deseado incluir en El amor en los tiempos del cólera: “Me contemplo en los años puestos que se fueron”. La ética está por encima de la política, pero la estética es ética cuando el lenguaje actúa con inteligencia y creatividad. Lástima que los ejemplos de este tipo se puedan contar con la mitad de los dedos de una mano.

El Pepe, una vida suprema es el boceto incompleto de un personaje presentado como un Robin Hood de la era de MTV. Con sabor a poquísimo (y el poco sabor que hay es a más de lo mismo), el docufilme solo alcanza cierta plenitud cinematográfica cuando hay ausencia de diálogo y las imágenes son realzadas por música de murga o la voz de fondo de Julio Sosa cantando En esta tarde gris. La carencia de creatividad encuentra complicidad en los comentarios del personaje indagado. Este no consigue darle una arista menos manida a su personaje convertida en estereotipo, por eso sin pudor suelta frases carentes de vuelo como, “A veces lo malo es bueno y a veces lo bueno es malo” o “La patria continúa y el compromiso continúa”. ¿Y? Oriental en la vida, y en las vaguedades también. En su película, Mujica se dedica a complacer a una audiencia que ya está complacida con él, y que en YouTube ha visto y oído de sobra todo lo que dijo. De ahí que en los 74 minutos de duración haya muy poco que no esté de más. 

Así pues, con duración acotada, el documental desmiente sus propias intenciones. En vez de adentrarse en cuestiones metafísicas ideales para conversar con un personaje maestro a la hora de comunicar con verborragia verdades de Perogrullo, Kusturica naufraga en la superficie, en los fuegos artificiales lanzados por el entrevistado. Más allá de las diapositivas de distintas etapas de la vida de Mujica, las que se superponen como fotos de un álbum a ser completado, hay poco en específico sobre una existencia que daba para ser examinada con mayor rigor y menos condescendencia. 

Por otra parte, tampoco se justifica la reiterada presencia en cámara de Eleuterio Fernández Huidobro, cuyas inconvincentes mini lecciones sobre historia contemporánea europea de nada sirven para configurar el retrato del personaje central. Las apariciones de EFH distraen, no profundizan. Tampoco se justifica la presencia de Mauricio Rosencof, quien, a diferencia del anterior, casi no habla y parece estar invitado como mero decorado nostálgico de una época en fuga, que ha envejecido aún más entre el día que la película comenzó a filmarse, y el día que se estrenó.

Maradona By Kusturica es el documental de un director que había salido a cazar a un personaje deportivo y que volvió con las manos vacías, pues durante el periplo por la vida del otro lo único que triunfaba eran la incoherencia y la megalomanía disfrazada de humildad, detrás y frente a las cámaras.  A decir verdad, El Pepe, una vida suprema, no es tan malo como el documental sobre el futbolista argentino, pero de todos modos puede considerarse un fracaso, por la simple razón de que Mujica es un personaje mucho más interesante, inteligente e incluso más poético que Maradona, por lo tanto, había mucha cuerda donde agarrarse. 

Por no haberle encontrado la vuelta al personaje de marras, por haberse basado más en clips de noticieros que en indagatoria propia, Kusturica desperdició una enorme oportunidad, habiendo dejado a la figura escrutada en el mismo lugar que la encontró, en el mismo sitio de la historia que ya todos tan bien conocemos. Mujica le abrió las puertas de su casa, pero Kusturica no supo por dónde entrar. Se quedó en la postal ideológica complaciente, en el subrayado de frases de cabotaje for export, que son el comodín del ex presidente uruguayo, en vez de haber enfilado hacia ese confín del alma de Mujica que aún espera la llegada de un interlocutor que escuche y sepa preguntar. Esa asignatura está pendiente. En la escena final, postiza por donde se la mire (aunque a más de un europeo progre seguramente emocionará), Mujica entona un tango. El Pepe, una vida suprema es el karaoke de su vida, cantado de manera muy desafinada.  
 

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