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Trabajo, “ocio y regocijo”, acá nomás en Uruguay

Trabajo, “ocio y regocijo”, acá nomás en Uruguay: la opinión de Carina Novarese
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06 de mayo de 2023 a las 05:04

Hace tiempo que un 1° de mayo no dejaba como herencia un tema de discusión no tan ideológico como apuntarle al capitalismo, al imperialismo y a los “neos”. Hace tiempo que un 1 de mayo no ponía sobre la mesa un tema que, polémico y complejo, es necesario comenzar a discutir a la luz de los cambios cataclísmicos que ha sufrido el mundo del trabajo en el último siglo largo, y que ahora mismo está experimentando de forma exponencial como consecuencia de la utilización de nuevas tecnologías. 

Este 1 de mayo la central sindical planteó la reducción de la jornada laboral, sin modificación de salario, como uno de los puntos de la plataforma reivindicativa del acto. Lo que quedó luego de ese día de consignas, luego del asado del 1 de mayo, del chorizo y del pastel de membrillo de la Plaza de los Mártires, es un tema que debe discutirse y que, claro está, no es tan sencillo como una consigna. 

Las reacciones no se hicieron esperar y, algunas, demostraron que el empresariado uruguayo debe innovar también a la hora de abordar temas que no son blanco ni negro, sino que tienen muchos grises. El presidente Luis Lacalle Pou se mostró rápidamente abierto a discutir el tema, aunque aclaró que para pensar en una nueva carga horaria diaria el análisis debe ser en función  de la productividad y el salario, que además difiere por rubro de actividad. Hizo un resumen razonable de esto que, si comienza a discutirse, llevará horas y horas y muchos enfrentamientos. “Si yo digo trabajo menos, o sea, tengo menos productividad y gano lo mismo, no es lógico. Si digo trabajo menos, soy más productivo y gano lo mismo o gano más, es lógico”, dijo en entrevista en radio El Observador. 

“Ya entrando en la segunda década del siglo XXI, observando que la ley de ocho horas en nuestro país es de 1912 al influjo del batllismo renovador en su momento, pero que ya está vieja, que ya estamos en el siglo XXI, la necesidad de la reducción de la jornada de trabajo sin reducción del salario como bandera del movimiento obrero, porque ya estamos quedando atrasados, no solamente en el concierto europeo, sino de nuestros países vecinos de la América Latina”, dijo el presidente del PIT-CNT, Marcelo Abdala, el 1 de mayo. Fue a por todo sabiendo que no obtendrá todo, como siempre sucede en las negociaciones.

Mucho más que en otros primeros de mayo recientes, logró una reacción rápida y, en algunos casos, demasiado radical, ante su planteo. “No es viable”, “el sector productivo no resistiría una medida de este tipo”, “una medida que complica más la competitividad, que hoy no es buena, y se agravó por el tipo de cambio”, “sin duda afectará al empleo”, fueron algunos de los comentarios provenientes de los sectores empresariales e industriales. Todo estos argumentos tiene su parte de realidad y, sin embargo, no deberían ser un impedimento para que se comience a discutir ya no solo una jornada laboral reducida, que así planteada es definitivamente simplista y utópica, sino un nuevo contrato laboral “madre”, sin radicalismos ni supuestos previos, un nuevo acto fundacional que -ojalá- se pueda comparar con el que tanto ha enorgullecido a los uruguayos, el de las ocho horas. Aunque seguramente no sea una ley o una sola ley.

En Uruguay, por ley, la jornada laboral es de ocho horas, y quienes trabajan más por día en un solo empleo tienen derecho a cobrar horas extra. Según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE), el promedio de horas efectivas trabajadas aquí es de 35.6. No son 40, en base a una semana de cinco días, ni 48 en base a seis días. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) establece un promedio menor aún para la jornada laboral semanal: 34.6 horas, según datos de abril de 2023. 

Estos datos, que incluyen también el sector informal en el caso del promedio de la OIT, demuestran que lo de las ocho horas, para bien y para mal, es muy relativo. Estamos casi casi en la cantidad de horas que han logrado países que ya aplicaron reducciones de jornadas laborales. En España, el promedio de horas trabajadas por semana es de 36.4 y en ese país, como en Gran Bretaña, ya hay empresas que están experimentando con la semana de cuatro días. En Bélgica el gobierno aprobó también la semana laboral de cuatro días, sin pérdida de salario, y el promedio de trabajo por semana es de 35.1 horas.

Independientemente del caso a caso, es indiscutible que los humanos trabajamos en promedio cada vez menos desde hace al menos un siglo y medio. A nivel global trabajamos más personas, menos horas y las tasas de actividad han crecido, datos que esconden un sinfín de situaciones complicadas, pero que suponen un aumento en la productividad. Tiene sentido, si consideramos que con el uso de grandes máquinas primero, de automatizaciones luego y de nuevas tecnologías antes y ahora mismo, los humanos ya no tenemos que pasar tantas horas y horas trabajando para llegar a una meta específica de productividad. 

Mucho está cambiando y cambiará en el mundo del trabajo, seguramente en mucho menos tiempo de lo que llevó aprobar una ley removedora como la de las ocho horas. Mucho cambiará incluso sin acuerdo colectivos, como consecuencia de decisiones individuales que serán miles y luego millones, que idealmente deberían darle más libertad a las personas para elegir trabajar menos, o más, jubilarse antes o después. Digo idealmente porque, en los entresijos de estas decisiones quedarán quienes no pueden elegir y que, por lo tanto, deberán hacer lo que puedan o lo que les pidan.

En esto del trabajo la rigidez no es un aliado, ni de uno ni de otro lado. No sirve mucho más que para la consigna gritar que hay que laburar menos y ganar lo mismo, como si fuera un mantra que de tanto repetirlo se hará realidad. Ni sirve poner todos los peros posibles para intentar ni siquiera poner el tema sobre la mesa de negociación. 

Parece difícil equiparar el objetivo de reducir la jornada sin tocar los salarios, a la ley de ocho horas. Parece difícil que en este presente se apruebe una ley que diga que todos los uruguayos trabajaremos, por ejemplo, seis horas, y que si las superamos cobraremos horas extras. Este mundo no es el mismo que el de inicios del siglo XX y eso que era perentorio entonces, una ley que asegurara un mínimo de respeto a los derechos humanos de personas que vivían aún casi esclavizadas, no es la realidad que vive Uruguay hoy. Pero también parece difícil que podamos obviar el tema.

Incluso si no se discute más y mejor este tema, todo sucederá de hecho, como ya está sucediendo. Hay rubros en los que solo se teletrabaja tantas o cuántas horas, en otros hay sistemas híbridos y en otros solo corre lo presencial, por opción o por necesidad. Hay gente que trabaja seis horas, como una gran parte de los empleados públicos uruguayos, y hay gente que trabaja 10 o 12 horas, pero tal vez menos días a la semana. Eso ya sucede sin leyes ni reglamentos ni acuerdos colectivos. 

El ministro de Trabajo, Pablo Mieres, dijo en estos días que el tema “no está en la agenda del gobierno”, pero aclaró que “eso no significa que en la negociación colectiva, en los distintos sectores de actividad, pueda acordarse la posibilidad de modificaciones al respecto”. No todo puede o debe ser general.

Entre tanto desconcierto y un sistema en el que la desigualdad persiste, las recetas rígidas no parecen ser la solución. El presidente del Frente Amplio, Fernando Pereira habló de “una jornada laboral razonable” y de “un tiempo para regocijo, para poder expandir la cultura, las ganas de hacer cosas distintas, tener ratos de ocio y tiempo de sueño”. En eso 
podemos estar todos de acuerdo. La cuestión es llegar a acuerdos razonables y posibles, incluso aquí, en este Uruguay con cortedades pero en el que ya se puede soñar con el ocio y el regocijo.

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