La velocidad con la que se propaga el covid-19 en el mundo en el último mes del año, un déjà vu a 2020 con hospitales colmados de pacientes, cerramiento de grandes ciudades, clausuras urgentes de festejos en espacios públicos y el revivir de las mascarillas, debería llevarnos a poner en cuestión el uso precipitado del término pospandemia, proyectado por la esperanza depositada en las vacunas.
Quizás, sea más apropiado referirnos a un exceso de confianza en la naturaleza humana, en la conducta racional individual que se convierte en un fenómeno comunitario cuando caemos rendidos a la evidencia científica; también en la misericordia, la empatía con el otro ante el sufrimiento o la muerte. Y fe en que los países más ricos o poderosos iban a apoyarse en la gobernanza mundial para hacer llegar rápidamente las vacunas a los países más pobres.
En 2020, todos caminábamos a tientas por la falta de vacunas, la herramienta más potente que inventó el hombre de la ciencia para inmunizar contra una enfermedad y evitar un destino trágico como el de la pandemia de gripe de 1918 a 1920.
Hace alrededor de un año, las autorizaciones a la fabricación de vacunas en diferentes países iluminaron como un rayo de luz; en 2021, se insuflaron las expectativas por la vacunación y los estudios empíricos que demostraron su eficacia, en comparación a contraindicaciones estadísticamente insignificantes. La idea de la pospandemia parecía ser el estadio seguro de 2022.
Pero, llegamos a la festividad de la Navidad, un momento significativo para el encuentro con seres queridos, y también de recogimiento, todavía con las “garras de la pandemia” -una expresión del papa Francisco. Garras que hieren o matan, impiden el desenvolvimiento normal de la vida, obstaculizan los gestos de acogida y refuerzan la zozobra ante la imprevisibilidad que provoca el fracaso de la humanidad ante el covid-19.
Como dijo Francisco, con la llegada de las vacunas, “muchos creían” que era posible “un rápido fin de la pandemia”. Pero, “un año después, vemos como el covid-19 sigue causando dolor y sufrimiento, sin mencionar la pérdida de vidas”.
No fuimos capaces de internalizar que nadie está a salvo hasta que todos estemos a salvo.
El mismo Bill Gate, que advirtió hace años acerca de la inminente amenaza de una pandemia, reconoció este mes en su blog, que, debido a las variantes delta y ómicron, sumado a “los desafíos” de la vacunación, el final del covid-19 no está tan cerca como él esperaba. No previó que aparecieran mutaciones tan transmisibles y subestimó “lo difícil que sería convencer a las personas de que se vacunen y sigan usando máscaras”.
Y ese último aspecto es el quid de la cuestión: las personas sin inmunidad son un caldo de cultivo para la enfermedad del coronavirus y la irrupción de más variantes.
La forma segura de ganar la guerra al covid-19 es aumentando mucho más la vacunación, hasta por lo menos el 70% de la inmunidad de rebaño. No de un país, sino de todo el mundo.
La condición humana, en el sentido de cómo actuamos frente a los acontecimientos de la vida, es parte del problema de la lucha contra la enfermedad del coronavirus. Vamos camino a una humanidad en convivencia con un patógeno que seguramente se convertirá en un fenómeno endémico.
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