El escritor argentino Andrés Rivera no se llamaba Andrés Rivera. Era un hijo de inmigrantes judíos, polacos y ucranianos, se había formado en un hogar lector, culto, comunista, se había vinculado a los gremios fabriles, alineados a la ortodoxia, y como nunca comulgó con el peronismo agresivo que cercaba decidió cambiarse el nombre y escribir con seudónimo. Al Marcos Ribak original lo mutó en Andrés Rivera.
Cuento esta anécdota vital porque detrás de esa máscara Ribak/Rivera basó una obra extensa que comenzó a finales de la década de 1950 desde una literatura vinculada al realismo social, que luego viró (con expulsión del “Partido” incluida) y derivó hacia otros territorios, como la visita al pasado de su país, y por ende, al de toda la cuenca del Plata.
En esa veta se inscribe, por ejemplo, El farmer, una novela en que el narrador es Juan Manuel de Rosas ya exiliado en Inglaterra, asilado por sus acérrimos enemigos, llevando una vida relativamente apacible de hortelano, aunque los recuerdos de su patria lejano lo ronden como una particular forma de pesadilla.
El autor estaba obsesionado con quitar todo lo que llamba “grasa” para conseguir un ritmo contundente
Por caminos por momentos tangenciales y por momentos paralelos se mueve Ese manco Paz, publicada originalmente en 2002 y reeditada en 2017 por Seix Barral, pocos meses después de la muerte de Rivera, ocurrida en diciembre de 2016 a los 88 años en la ciudad de Córdoba, donde vivió las últimas décadas.
La prosa de Rivera es fuerte, concisa, de oraciones relativamente cortas pero cargadas de los significados necesarios. El autor estaba obsesionado con quitar todo lo que llamaba “grasa” para conseguir un ritmo contundente, en que cada palabra produjera el efecto necesario, no acumulativo, claro, preciso.
Uno de los elementos más interesantes de Ese manco Paz –que narra algunas peripecias de José María Paz, general protagonista de las guerras fundacionales del Plata, herido de joven en el brazo derecho, que le quedó inutilizado– es el uso de diferentes tipos de narrador, que generan una capa de relato superpuesta y en algunos pasajes casi onírica. En las voces del protagonista, de su amada Margarita Weild, pero también de Rosas, de su hija Manuelita, y de un narrador externo que invoca y cerca a Paz con preguntas y reproches (que bien puede ser una conciencia liberada o incluso la llamada de un familiar o un amigo), Rivera teje un relato que despliega desde la cercanía las hebras de un hombre, luchador incansable, que finalmente, como todos, es derrotado por la vida.
El “Manco” Paz es el autor de unas impresionantes Memorias, un relato tan soberbio como espeluznante de las anécdotas de una vida (y a la vez de miles de vidas que dependieron de sus decisiones) en la primera mitad del siglo XIX. Rivera accede a su periplo en cuentagotas, dosifica y destila solo lo que le interesa de un héroe épico que sobrevivió a decenas de guerras, a cargas a lanza y bayoneta, a estampidas de ganado bravo, a caballadas cerriles, a degüellos a mansalva, a la muerte sucesiva de los hijos y la esposa, a la cárcel (siete años), el destierro (otro tanto), la soledad y la vejez prematura de una época tan moderna como bárbara.
No son muchos los escritores argentinos del siglo XXI (tampoco los uruguayos) que han transitado esa progresión alocada de actos dementes y plácidos remansos bucólicos que sucedieron hace 200 años. Leer a Andrés Rivera es una chance de abrir una ventana hacia un tiempo perimido, claro, pero al mismo tiempo tan latente en el inconsciente del Río de la Plata. Las desventuras del Manco Paz, tan hermanadas con las de Lavalleja, Rivera (Fructuoso), Oribe, San Martín y, por supuesto Artigas, son una lección de narrativa al alcance de la mano. La curiosidad de conocer el pasado, de buscar cierto sentido, incluso en el caos, de tironear hasta el presente, sobrevuela detrás, como cortinado. Y las maravillas de la supervivencia milagrosa bien merecen revivirlas en la lectura.
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