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Un paso hacia la paz

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23 de diciembre de 2019 a las 05:02

Nadie vuelve de una guerra, porque de una guerra no hay regresos posibles, ni aun en vida. Están aquellos, envueltos en una bolsa negra, o en el interior de un féretro de madera o de metal, los muertos que nos devuelve el destino que eligió su suerte. Pero también están los que aparentan un retorno, sosteniendo apenas una existencia que eludió la estadística, expresada en ráfagas de metralla, en explosiones de granadas, en bombazos o golpes de misiles. No hay que engañarse. Muchos que estuvieron de vuelta, no lograron el aliento de las promesas que eran, el día que partieron a combatir, llamados por el deber patriótico, la misión salvadora o la causa fundamental e inevitable. 

La guerra, en esos que simulan la supervivencia, permanece en sus cuerpos, incrustada como esquirlas en sus psiquis y enquistada en sus almas como un tumor incurable pero no mortal. He allí, una doliente ironía para estos “afortunados”. Saben que, después de todo lo vivido y sufrido, al dejar atrás esa brutal experiencia, traerán con ellos parte de ese infierno. Como una maldición, la cargarán hasta su muerte definitiva, sin poder purgarla. Para el trauma de una guerra no existen ni terapias ni exorcismos. Se trata de una experiencia límite en el descenso humano a un estado de brutalidad, y nos demuestra, que nunca hemos extinguido en nuestro engañoso y relativo progreso, esa latente condición de barbarie animal, que cada tanto se despierta en formas colectivas para incendiar el mundo. 

Parte de ese mal que los aqueja es que, generalmente, no viven para contarlo, porque su experiencia, en toda su abominación, es imposible de abordar por la palabra. No existe una dimensión interior que acoja la posibilidad de una narración, porque el daño infringido en la persona es sistémico y abarca toda su integridad humana.  Esa misma integridad, está triturada por el peso de una golpeada pero persistente memoria. De allí esos silencios, con los que buscarán, por el resto de sus días, sepultar esas vivencias. Pareciera que, entre los veteranos de guerra se instala por opción, un cierto código de silencio que no es tal. Es precisamente, en el fondo de ese silencio, como un oscuro océano, en el que late, contenido, el espanto de lo vivido, y que no puede ni debe alcanzar la superficie y hacerse relato, catarsis o anécdota. El peso del trauma los abruma. Tal vez, para ellos, esa guerra nunca terminó. Irrumpirá en sus días como una pesadilla de la que no es posible despertar.

La guerra además, contamina ese “ADN” que conforma el delicado entramado de los lazos familiares y de sus descendencias. Como hijo de un voluntario de la Segunda Guerra Mundial que luchó con los aliados, comprendí, ya de adulto y con mi padre casi un anciano y en su rol de abuelo, la extensión de ese daño, provocado en un tiempo que me pareció siempre remoto, aun habiendo nacido, apenas dieciséis años después del final de la guerra más brutal que enfrentó la humanidad, por la cantidad y calidad del daño provocado. En torno a mi padre, en mi persona y en sus nietos, la guerra seguirá siendo tanto un misterio y una curiosidad intelectual, pero también significa parte de la explicación a tanto dolor refugiado en ese férreo y obstinado silencio. La guerra que mi padre trajo consigo convirtió su matrimonio en un daño colateral, se instaló como un muro entre él y su hijo y frustró en parte la posibilidad de una familia. Sólo muy tarde en nuestras vidas, la suya y la mía, y ante la sanadora presencia de sus nietos, pude comenzar a comprender las formas de la fractura, como piezas de un vitral resquebrajado y sin arreglo posible.

Y así, y más allá del daño provocado, siento que su dura experiencia no fue en vano, además de haber arriesgado su vida, como la de otros tantos miles, para vencer al nazismo. Tras su partida hace dos años, siento que permanece un legado. Una parte de éste es el aprendizaje tardío de una lección que no fue dada por intención sino por omisión, y que, particularmente en sus tres nietos, a medida que crecen y van descubriendo la piel del mundo en el que viven, se viene transformando en una especie de alerta, de cuidado, de atención. La guerra de su abuelo es recurrente fuente de preguntas, de comentarios, de interesantes observaciones sobre nuestro presente, que en mi condición de padre y de historiador, intento responder o explicar, a veces, con singular dificultad.

Otro componente del legado es esa vigilia que los descendientes de un veterano de guerra parecen adquirir, ante las circunstancias y hechos del presente y su impacto en el mañana. Cuando mis hijos me hablan de otras guerras y conflictos actuales, o de las amenazas a este mundo al que aprenden a querer en cada día de sus vidas y a devorarlo con su curiosidad, yo busco darles una visión esperanzadora. Hoy hablamos de guerras comerciales y tecnológicas, de muros y grietas, de enfrentamientos entre percepciones de nuestra condición humana, cada vez más confrontadas en la agresión verbal y física. Hoy también vemos renacer los racismos y extremismos en la política y la violencia en las sociedades, desde donde parecen regresar, viejos temores que creíamos desterrados por la historia. 

Y entonces, pienso en mi padre y en su guerra. Esa, a la que se alistó para pelear un día con sus dieciocho años y que se fue gestando también, en muy poco tiempo, entre radicalismos, xenofobias y crecientes hostilidades entre pueblos, naciones e ideologías. 

En este año que termina, celebramos los treinta años de la caída del muro de Berlín. Un muro que surgió tras esa guerra y que dividió a buena parte de la humanidad por casi veintiocho años. Pero también, se cumplieron ochenta años del estallido de la Segunda Guerra. No deberían ser éstos, hoy más que nunca, símbolos intrascendentes u olvidables. 

En los tiempos que vivimos, ambos actúan como señales de advertencia en el sinuoso y complejo camino hacia el futuro. Al igual que la pequeña experiencia de mi padre y de todos los que pelearon por la paz, ambos acontecimientos pertenecen a ese gran mensaje de la Historia. Es éste, en parte, el de evitar caer en abismos similares y que, en la persistencia de su memoria y evocación como guía, pero también con cierto optimismo, nos anima a desear que el próximo año, podamos dar un gran paso en el cuidado de esa misma paz. Desde cada hogar, hasta los lugares en los que, o bien hoy transcurren guerras o se están gestando otras, y que aún estamos a tiempo de evitar. 

Feliz Navidad, estimado lector. 

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