Espectáculos y Cultura > Opinión / Eduardo Espina

Una casa de papel muy endeble

Serie española estrenada en Netflix es una antología de clichés y lugares comunes
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02 de junio de 2018 a las 05:00
Haciendo de memoria un recuento, en la historia del cine encuentro al menos 30 películas sobre robos a bancos. Hay más. Podría decirse, observando la nutrida filmografía y el hecho de que el tema no perdió vigencia –cada tanto regresa reciclado– que hay un subgénero. El cine de Hollywood lo llama heist film y de esa forma era presentado en los anaqueles de Blockbuster, empresa que tenía su propia sección de videos sobre el tema. En la lista hay un par de obras maestras, Tarde de perros (1975), de Sidney Lumet, y El plan perfecto (2006), de Spike Lee, las que mantienen su aura indisputable de filmes carentes de fisuras y altibajos. El plan perfecto (Inside Man) es tal vez la mejor película del inspirado y casi siempre innovador director. Le salió redonda, y desde su estreno cada director que quiera hacer un filme sobre un robo a un banco debe tenerla en cuenta, para saber qué es lo que se debe hacer para que la inteligencia y la imaginación del espectador salgan reconfortadas, y que a la vez haya una vuelta de tuerca, y no la repetición del mismo truco de siempre.

Al mago hoy le pedimos algo más que conejos saliendo de su galera. Conocemos esa rutina demasiado. Con su maestría al mejor nivel, Spike Lee lograba que de su galera salieran cosas inesperadas, yendo más allá del subgénero de los robos a bancos, salteándose los estereotipos sobre la base de genio y genialidad. Los criminales usaban overoles, tenían la cara tapada, y no estaban apurados por robar y fugarse lo más pronto posible. ¿No les parece conocida esa historia?

La casa de papel, primera serie española con distribución internacional en Netflix, es otro ejemplo que viene a engrosar la copiosa filmografía sobre uno de los temas más frecuentados por el cine y la televisión. Es una serie sobre un robo bancario, aunque en verdad no es un banco al que planean desvalijar, sino a la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre, donde hacen el dinero. "No vamos a robar, vamos a fabricar", dice el cerebro de la operación. Quizá sea esa la única vuelta de tuerca que de veras funciona y que se libra de la avalancha de clichés que pueblan el libreto y debilitan su eficacia a medida que las expectativas despertadas en un principio caen pronto en la previsibilidad. Al segundo episodio, ya avizoramos cómo va a terminar todo. Y la intuición acierta. El libreto se queda corto en cuanto a sorpresas. Mejor dicho, no las hay. Lo que suponemos que puede llegar a pasar, pasa. Y eso es grave para una propuesta que navega en aguas demasiado conocidas, buscando sorprender en un rubro muy frecuentado sin conseguirlo. El final de la segunda temporada es tal cual a mitad de camino lo habíamos supuesto. Las concesiones al sentimentalismo, que mucho ayudan a los ratings pero tanto atentan contra la calidad artística, están a la orden del día en el mundo del entretenimiento de estos días. La casa de papel no escapa a esta infame tendencia.

En su corta historia, Netflix ha estrenado algunas, pocas, series excelentes de principio a fin, como Babylon Berlin y Dark, obras maestras, ambas alemanas, ambas sin falla alguna, de las cuales hasta la fecha solo vimos la primera temporada, y otras muy buenas, House of Cards, Bloodline, Stranger Things, Sense8, aunque todas estas últimas mencionadas sufrieron de lo mismo; del "síndrome del éxito". En la primera temporada sobresalieron, en la segunda (y siguientes) cayeron a pique. La reiteración de lo mismo se convirtió en monotonía. De haber durado no más de seis capítulos, ocho a lo máximo, La casa de papel podría haber sido mejor de lo que es. Pero para que durara más, le pusieron tanta agua a la sopa que terminó siendo desabrida.

Lo que está a la vista es entretenimiento a medio pelo, regular para abajo, lo cual no impide que la serie haya captado a un numeroso grupo de seguidores por una razón específica: apela a todos los dispositivos dramáticos asociados al género teleteatro televisivo, como aquellos novelones de Alberto Migré y Nené Cascallar, aunque condimentado aquí con escenas de sexo y comentarios políticamente correctos, que tanto gustan en estos tiempos. Los "desgraciados" (término empleado por el Profesor) tienen, lo mismo que los amantes en El amor en los tiempos del cólera, otra oportunidad en su miserable vida, tal vez la última oportunidad que les queda. Y como gran parte del público está cansada de que siempre triunfen los poderosos, los que ostentan el mango del sartén del poder y de la economía, la audiencia se hace hincha de ellos, quiere que ganen aunque jueguen de visitantes. Si usted la vio, sabe a qué me refiero.



El problema principal de La casa de papel –y no es el único– es todo lo que le falta. El hilo dramático es tenue y se rompe infinidad de veces durante el desenlace. Está todo tan pegado con alfileres, que por momentos resulta indignante que al televidente se le quiera engañar con tantas endebleces y líneas argumentales traídas de los pelos, una tras otra rellenando espacios que deberían haber usado puntos suspensivos para no frecuentar en demasía lo previsible, incluso lo chabacano. Como si fuera poco, se cae además con asombrosa facilidad en un sentimentalismo barato, algo que las producciones alemanas mencionadas consiguieron esquivar con magnífica facilidad. El amorío entre Tokio y Río es de una insoportable cursilería, la cual no consigue ser disimulada ni siquiera cuando las balas comienzan a sonar y uno espera que se le ponga fin a tanta oligofrenia con acento peninsular. Deberían haber tenido en cuenta el modelo de Bonnie and Clyde para no caer de bruces, como caen, en la fantochada. Pero este, el que se repite por más de una docena de episodios, es el mundo cursi de Corín Tellado, el sentimentalismo hispano que no sabe funcionar si no logra conmover con golpes bajos.

Tal vez todo habría tenido mayor aceptabilidad si las cosas hubieran sido claras desde el principio, y no nos hubieran querido hacer pasar gato por liebre, generando expectativas dramáticas que nunca se cumplen, mejor dicho, que a las primeras de cambio muestran su hilacha. Una serie nunca es buena cuando podemos verle la costura. Por otra parte, el elenco poco ayuda. Con las excepciones de Álvaro Morte (el Profesor), Itziar Ituño (Raquel) y Pedro Alonso (Berlín), el resto solo sabe tocar una nota y la toca en forma desafinada. La muy sobrevaluada Úrsula Corberó (Tokio) naufraga sin remedio en su papel. Debería haber estudiado la labor de Jodie Foster en El silencio de los inocentes para saber que un personaje con altibajos emocionales y dudas de origen se construye a partir de la sutileza, no de un histerismo exhibicionista.

Contada como si fuese una producción estadounidense del cine industrial de Hollywood, olvidando que a esta altura, salvo rarísimos casos aparte, se clona siempre la misma narrativa, La casa de papel es una antología de situaciones previsibles y superfluas. Hasta la escena final que cierra la segunda temporada lo es. El poco suspenso que hay está forzado. Tarde de perros y El plan perfecto reimaginaron este mismo tipo de thriller con la complicidad de inspirados guiones que garantizaban la credibilidad, sobre todo porque la inteligencia de los personajes nos hacía creer en ellos. Aquí en cambio, cada personaje es supuestamente bueno en lo suyo, pero, de acuerdo a lo que permiten advertir los diálogos, no tiene mucho sentido común como para poder reflexionar con inteligencia a la hora de abrir la boca. La pobreza de las conversaciones es franciscana. Las críticas al mundo capitalista y a la realidad tiránica de los poderosos tienen la misma eficacia de una aspirina a la hora de querer curar un cáncer. Lo que parecía bien planeado presenta fallas tan minuciosas que terminan siendo insalvables, exagerando la endeblez de la historia contada en capítulos.

Para peor, el Profesor se enamora, y cuando el amor aparece, el corazón deja de escuchar a la razón. El cabecilla termina convertido en títere de Cupido. La tiranía de las emociones desvalija la casa de las ideas, las pocas que consiguen sobrevivir. Sin previa autorización, termina imponiéndose un chantaje emocional. Como dice Berlín, "todo se reduce una vez más a una cuestión sentimental". Y eso aniquila el último rastro de credibilidad que a la serie le iba quedando. La trama queda reducida a un simple efecto de comportamientos básicos actuando a la misma vez, igualito que en las telenovelas, para hacer subir así la adrenalina mediante la edulcoración de la historia. El corolario es una suma de golpes bajos; algo esperable en un culebrón, pero imperdonable en una serie que buscaba elevarse un poco por sobre la rutina y hacer un aporte de creatividad al subgénero. Así como la poesía es la casa del tiempo, el entretenimiento cuando es liviano como aquí, resiste menos que una casa de papel azotada por el viento.

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