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2 de julio 2025 - 20:20hs

Hay un gesto que se volvió rutina, casi un nuevo dialecto, en una generación concreta. No es universal, no ocurre igual en todos los grupos, pero se repite con la suficiente frecuencia como para revelar algo más que una costumbre. Es el gesto de compartir un reel, un meme, un video de pocos segundos, y recibir del otro lado una respuesta breve, inmediata, sin matices: “sos vos”, “soy”, “somos”. A veces no hace falta que el contenido se reproduzca completo. La identificación se firma antes de entender el mensaje.

Ese intercambio mínimo, que a simple vista parece apenas una broma, una complicidad casual, en realidad condensa una forma muy particular de sostener los vínculos que se instaló, y se naturalizó, en quienes crecieron bajo un régimen de gratificación inmediata y comunicación fragmentada. En quienes se acostumbraron a que el lazo afectivo no necesita grandes gestos ni conversaciones extensas, sino una constelación de pequeñas señales, casi invisibles, que certifican pertenencia.

Lo que ocurre detrás de ese “soy” o “sos vos” no es solo humor. Es síntoma. Es el modo en que una generación, atravesada por la lógica algorítmica, la exposición constante y la fatiga emocional, encontró un atajo para seguir sintiéndose cerca sin atravesar la incomodidad de lo complejo. Una forma de vínculo que no pasa por la conversación profunda, ni por la incomodidad del desacuerdo, sino por la microseñal que confirma: “te registro”, “estoy”, “nos parecemos”. Lo mínimo, elevado a suficiente.

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Pero esa lógica, que puede parecer práctica o inocua, también revela una incomodidad de fondo. Porque si el único terreno seguro para vincularse es el de la identificación fácil, si todo lo que decimos al otro se reduce a reconocernos en un meme o en un video viral, ¿qué lugar queda para lo que incomoda? ¿Para lo que no se resuelve en un sticker o en un “somos” automático? ¿Qué espacio le damos al desacuerdo, a la vulnerabilidad, al silencio real, cuando lo fácil se volvió norma y lo complejo, un riesgo que se evita?

En esa generación, no toda, pero sí una parte significativa, el vínculo afectivo se administra con los mismos criterios que se administra la atención: rápido, fragmentado, con gratificación asegurada. Y eso moldea la sensibilidad. No es casual que la palabra incómoda cueste cada vez más. No es casual que la conversación larga se viva como agotadora. No es casual que el reel haya reemplazado al café, y el “sos vos” haya desplazado a la pregunta honesta.

Las plataformas, por supuesto, alimentan ese mecanismo. Nos entrenan en la eficiencia del intercambio mínimo. En la economía del gesto rápido. Pero el verdadero fenómeno no ocurre en la tecnología, sino en la forma en que una generación internaliza ese ritmo como parte de su mapa emocional. Y elige, consciente o no, sostenerse ahí, en el terreno seguro de lo instantáneo, de lo fácil, de lo que no exige atravesar la incomodidad.

El resultado es una paradoja: vínculos que parecen más frecuentes, pero menos profundos. Diálogos que se multiplican en cantidad, pero se adelgazan en densidad. Una red de afectos sostenida, muchas veces, en la inercia del algoritmo, más que en la voluntad de incomodarse, de decir lo que no entra en un meme, de habitar el terreno incómodo de lo no simplificable.

Y sin embargo, ahí está la pregunta. ¿Qué se pierde cuando lo fácil se transforma en lenguaje dominante? ¿Cuánto de lo que no se puede traducir en un “somos” queda, simplemente, sin decir? ¿Qué vínculos podrían existir si recuperáramos el derecho a lo difícil, a lo incómodo, a lo que no cabe en un reel de quince segundos?

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