América Latina: un continente que castiga
Para entender por qué la frase de Orsi no cayó en el vacío, es necesario mirar el contexto regional. América Latina tiene solo el 9 % de la población mundial, pero concentra casi el 40 % de los homicidios del planeta, y 41 de las 50 ciudades más violentas del mundo están en la región. Desde mediados del siglo XX, la curva latinoamericana de homicidios se despegó definitivamente de Europa y Asia.
Ese nivel de violencia persistente moldea tanto las políticas públicas como las percepciones ciudadanas. En este escenario, los gobiernos —de izquierda y de derecha— han recurrido una y otra vez al mismo repertorio: más penas, más policía, más cárcel y una presencia estatal crecientemente coercitiva. No es casual: la opinión pública se ha vuelto cada vez más receptiva a estas respuestas, incluso entre poblaciones que sufren abusos policiales o viven en territorios donde la protección estatal es débil.
Así, la región castiga más no porque sea inherentemente más autoritaria, sino porque la inseguridad se transformó —desde México hasta Uruguay— en una urgencia cotidiana que reordena prioridades y legitima el endurecimiento. Este telón de fondo permite entender mejor el episodio: ayuda a ver por qué un presidente uruguayo puede afirmar que Bukele es “un ejemplo a analizar” sin que ello sea necesariamente un error, sino una señal del clima político que hoy atraviesa a toda América Latina.
Qué sabemos realmente sobre mano dura, opinión pública y competencia electoral
Si dejamos atrás la hipótesis del “error” o “tropiezo” y asumimos que un presidente suele decir exactamente lo que quiere decir, entonces la pregunta cambia: ¿qué condiciones del sistema político hacen que una frase así se vuelva posible, razonable o incluso necesaria? Para responderla, conviene mirar el patrón regional. En América Latina, la evidencia comparada es contundente: cuando la inseguridad se mantiene como problema prioritario, la opinión pública tiende a volverse más punitiva. Pero lo crucial no es solo qué opina la gente, sino cuándo y cómo esa opinión se vuelve políticamente vinculante. En democracias consolidadas, donde los partidos pierden y ganan elecciones con regularidad —como Uruguay—, la presión ciudadana adquiere un peso adicional: puede determinar derrotas, alterar coaliciones y empujar a los partidos a ajustar posiciones que históricamente no les eran propias.
Ese desplazamiento no responde a una sola causa, sino a un entramado de motivaciones sociales y políticas. La literatura muestra que el apoyo ciudadano a medidas duras surge de factores diversos. Como señalan Lucía Tiscornia y Verónica Pérez en un trabajo reciente, en sectores vulnerables el punitivismo puede responder al “dilema de sustitución”: cuando el Estado no garantiza protección cotidiana, la coerción aparece como la única señal inmediata de orden. A nivel agregado, el miedo al delito reorganiza prioridades y orienta a los votantes hacia quienes prometen control antes que transformación.
Pero es recién cuando ese clima social se combina con competencia electoral que la mano dura se vuelve un recurso político poderoso. Hay evidencia que muestra que los gobiernos —especialmente los de izquierda— se endurecen cuando perciben una amenaza electoral creíble. No basta con que la ciudadanía demande seguridad; tiene que existir la posibilidad real de perder elecciones. En esos contextos, la ideología opera como marco, pero no como freno: los partidos responden al riesgo.
Uruguay: baja violencia, alta punitividad
Uruguay es un caso especialmente revelador. Aunque exhibe niveles de violencia muy inferiores a los de sus vecinos, se convirtió en uno de los países con mayor tasa de encarcelamiento de la región. Los datos lo muestran con claridad: en 2005 había alrededor de 6.000 personas privadas de libertad; para 2024 la cifra supera las 14.000, lo que implica que la población carcelaria creció más del doble en dos décadas. Y lo más importante: este crecimiento ocurrió bajo gobiernos de izquierda y de derecha.
Como muestran Vigna et al. (2025), incluso cuando la pobreza y la desigualdad descendieron fuertemente durante el ciclo progresista (2005-2020), la punitividad siguió aumentando, lo que se verifica en un crecimiento sostenido de la población carcelaria. Si bien Uruguay es menos violento en el contexto regional, ocupa el tercer lugar en las tasas de encarcelamiento de América Latina (UNODC, 2023).
La izquierda uruguaya bajo presión: cuando endurece, compensa
En Uruguay, donde los partidos importan y las identidades políticas pesan, las izquierdas enfrentan un dilema que las derechas no tienen: endurecer cuesta más. Sus electorados, sus tradiciones programáticas y sus marcos ideológicos hacen que cualquier movimiento punitivo active alarmas internas. Por eso, cuando la izquierda endurece —y lo hizo en sus tres gobiernos— necesita compensar.
¿Compensar qué y a quién? Compensar los costos simbólicos y programáticos del giro punitivo, frente a sus constituencies: su electorado estable, sus bases militantes, sus cuadros y organizaciones afines, es decir, los actores que sostienen su identidad y que deberá retener en la próxima elección, aun cuando busque atraer a sectores más inseguros o indecisos.
Las estrategias compensatorias pueden tomar la forma de discursos de derechos humanos, políticas sociales y de convivencia, prevención comunitaria, o reformas institucionales que matizan o equilibran el sesgo represivo. Estos mecanismos permiten articular movimientos hacia la represión legítima con gestos o políticas que preservan la identidad de izquierda y evitan la ruptura con sus bases. Un ejemplo claro fue la Estrategia por la Vida y la Convivencia (2012), donde el endurecimiento penal convivió con la regulación del cannabis en un mismo paquete que explicitaba la necesidad de “equilibrio” entre represión legítima y prevención.
Por eso, cuando un presidente de izquierda dice algo como lo que dijo Orsi, el revuelo no es por Bukele: es por la pregunta que abre. La ciudadanía, y en particular su electorado, espera que un gobierno frenteamplista no actúe como Bukele; la duda es cómo compensará —y frente a quién— cualquier eventual giro.
Todos gobernaron. Todos endurecieron. Y el problema sigue.
La izquierda ya gobernó y endureció. La derecha ya gobernó y endureció. Ambas prometieron resultados. Ambas corrigieron rumbos. Ambas chocaron con los límites de la política criminal uruguaya. Mientras tanto la población carcelaria siguió creciendo. Las tasas de delitos violentos fluctuaron, pero la violencia letal siguió creciendo. Y la seguridad continúa siendo, desde 2009, la principal preocupación ciudadana.
Cuando todas las recetas disponibles ya fueron probadas —prevención, castigo, reformas policiales, convivencia, endurecimientos legales— y ninguna logró un cambio estructural, el debate deja de ser entre “duros” y “blandos” y empieza a girar en torno a una pregunta más compleja: ¿Qué hace una democracia cuando prevención no alcanza, castigo tampoco y la ciudadanía exige soluciones inmediatas?
Este es el trasfondo de la frase de Orsi y lo que motiva esta nota. No fue un tropiezo: es una señal. No parecería tratarse de un malentendido ni de un problema de comunicación -o al menos merece la pena dudarlo-. Más bien, podría tratarse de algo mucho más profundo: la necesidad de admitir que enfrentar la inseguridad en democracia implicaría costos reales, políticos y normativos. En ese marco, la frase de Orsi habría puesto sobre la mesa el dilema que hoy recorre toda América Latina: ¿hasta dónde podrían endurecerse las izquierdas sin perder identidad, y hasta dónde podrían evitar endurecerse sin arriesgar elecciones? Y, en última instancia, ¿cómo podría frenarse el avance de la violencia y el crimen organizado en una democracia consolidada como la uruguaya? Ese sería el trasfondo incómodo: el reconocimiento de que la demanda ciudadana de orden no desaparecerá, mientras que los márgenes democráticos para responderle podrían estrecharse cada vez más.
Al igual que el arzobispo de Canterbury, si Orsi dice que Bukele es un ejemplo, puede suponerse que quiso decir exactamente eso.
Referencias que apoyan el texto
Alvarado, N., & Muggah, R. (2018). Crime and violence: Obstacles to development in Latin American and Caribbean cities. Banco Interamericano de Desarrollo.
Holland, A. C. (2013). Right on Crime? Conservative Party Politics and" Mano Dura" Policies in El Salvador. Latin American Research Review, 44-67.
Kessler, G. (2015). El sentimiento de inseguridad: sociología del temor al delito. Ed. Siglo XXI.
Muggah, R. (2018). "Mano Dura": Los costos de la represión y los beneficios de la prevención para los jóvenes en América Latina. Igarape Institute.
Rosen, J. D., Cutrona, S., & Lindquist, K. (2023). Gangs, violence, and fear: punitive Darwinism in El Salvador. Crime, law and social change, 79(2), 175-194.
Tiscornia, L., & Pérez Bentancur, V. (2022). Dilemmas of substitution: Why the urban poor support punitive policing in a Latin American city. Journal of Urban Affairs, 1-21.
Trejo, G., Albarracín, J., & Tiscornia, L. (2018). Breaking state impunity in post-authoritarian regimes: Why transitional justice processes deter criminal violence in new democracies. Journal of Peace Research, 55(6), 787-809.
United Nations Office on Drugs and Crime. (2023). Global study on homicide 2023. UN.
Vigna, A., Cardeillac Gulla, J., & Chouhy, C. (2025). Punitive Inertia? Social Spending, Inequality, and Political Cycles in Uruguay: the Role of Policy and its Limits. International Criminology, 1-21.
Visconti, G. (2020). Policy preferences after crime victimization: panel and survey evidence from Latin America. British Journal of Political Science, 50(4), 1481-1495.
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