Vale la pena recordar a algunas de ellas, como Malala Yousafzai, la joven paquistaní galardonada en 2014, que alzó su voz contra el extremismo que negaba a las niñas el derecho a la educación.
También Ellen Johnson-Sirleaf y Leymah Gbowee, de Liberia, fueron premiadas en 2011, símbolos de reconciliación y liderazgo femenino tras años de guerra civil. Y Shirin Ebadi, abogada iraní reconocida en 2003, quien se convirtió en emblema de la lucha por los derechos humanos y la igualdad en medio de la represión.
Su compatriota Narges Mohammadi recibió el Nobel en 2023, por esa misma tarea: resistir la opresión de las mujeres en Irán y por la libertad de expresión.
Finalmente, Aung San Suu Kyi, líder política birmana, obtuvo el premio en 1991 por su lucha no violenta por la democracia y los derechos humanos en Myanmar.
Pasó unos 15 años bajo arresto domiciliario y volvió a ser detenida tras el golpe militar de 2021.
En tiempos de tanta confusión, es importante recordar estos antecedentes, porque solo así el reconocimiento a María Corina Machado adquiere aún más sentido y contexto.
La lucha real por la libertad y contra las tiranías implica asumir riesgos, incluso poner en juego la vida, el cuerpo y el destino de las personas más cercanas: familias, amigos, compañeros.
La verdadera pelea por los derechos humanos y la democracia no es una charada de niños aburridos con déficit de atención, a bordo de embarcaciones que se asemejan más a un fin de semana salvaje que a algún sacrificio personal por una causa noble.
Porque, además, en este caso, María Corina Machado se enfrenta a un nuevo tipo de animal político.
Uno que combina restos del viejo totalitarismo socialista de corte soviético con antiguas guerrillas de la Guerra Fría. En especial, las vinculadas a la izquierda colombiana.
También los carteles de la droga, caracterizados por la transnacionalidad y la letalidad de sus operaciones.
Todo ello encarnado en la figura de Nicolás Maduro, pero construido desde los tiempos de Hugo Chávez, bajo el asesoramiento constante de otro totalitarismo perenne: el régimen cubano.
Quien quiera oir que oiga
Además del reconocimiento personal, este premio es un mensaje con múltiples destinatarios.
En primer lugar, es una reivindicación de la lucha por la democracia. En los últimos tiempos, esta ha quedado devaluada por agendas que pretenden conquistar nuevos derechos, pero que, en ese camino, olvidan la importancia de los sistemas democráticos.
Y, en segundo lugar, es un mensaje a los que han preferido ignorar los millones de exiliados, las desapariciones, las ejecuciones extrajudiciales y los secuestros. Todo aquello que el informe Bachelet de la ONU y los numerosos reportes de Amnesty International y Human Rights Watch han documentado sobradamente.
Este es un punto crucial, porque los aliados de Maduro han intentado presentarlo como algo distinto a un dictador. El primero de ellos Lula da Silva, quien ofreció convertirse en garante de que Hugo Chávez no cruzaría ciertas líneas rojas.
El resultado —suyo y de su entonces asesor, Marco Aurelio García— fue desastroso. Sentaron las bases que permitieron al chavismo su rápido trayecto del populismo a la dictadura.
En este intento por convertir una dictadura en una “democracia diferente”, se sumaron rápidamente los gobiernos del llamado socialismo del siglo XXI, junto con el Foro de São Paulo.
Hoy, con gran entusiasmo, también lo hace el presidente colombiano Gustavo Petro.
Incluso, desde agencias de cooperación de países nórdicos, se siguen financiando proyectos y espacios académicos que funcionan como estructuras de legitimación y propaganda, por ejemplo, el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
La idea detrás de todo esto es sencilla: “Será una dictadura, pero es nuestra dictadura; es nuestro extremo izquierdo. Y, pase lo que pase, nunca será tan malo como la extrema derecha”.
Negocios son negocios
En este rubro se destaca el socialismo español, encabezado por Pedro Sánchez y, especialmente, José Luis Rodríguez Zapatero.
Ambos han ayudado a Nicolás Maduro en el intento de “normalizar” su dictadura y, de paso, eludir algunas de las sanciones internacionales impuestas por desconocer el resultado electoral.
Sin embargo, en este punto, las cuestiones ideológicas parecen ser secundarias frente a los intereses económicos, los negocios y el financiamiento de la política. Todo ello involucra directamente también a socios caídos en desgracia como los de Podemos.
Y, por supuesto, gran parte del mérito en esta obra del terror le pertenece a Joe Biden.
Fue él quien promovió los Acuerdos de Barbados, confiando en que Maduro garantizaría una elección limpia, cuando era evidente que eso no ocurriría.
Lo cierto es que el norteamericano solo pensaba en retomar los negocios petroleros con Venezuela.
Finalmente, María Corina Machado, que en tiempos de Juan Guaidó era vista como parte del sector más intransigente de la oposición, supo combinar firmeza y amplitud, y convertirse en una figura capaz de representar a todos los venezolanos.
Sobre todo, supo no entregarse, pero también entender el valor del juego diplomático.
Así lo demostró cuando dedicó su reconocimiento al presidente estadounidense Donald Trump, quien esperaba obtener el mismo galardón.
La colaboración entre Machado-Trump, con la plasticidad que les da el pragmatismo y la determinación de quienes entienden que la libertad no se negocia, podría marcar el camino para poner fin a una de las mayores vergüenzas políticas de América del Sur.