Este enero, el agua de mi verano cambió de matriz. Y así como no puedo recordar realmente como fue meterme por primera vez en el mar, me gustaría conservar el mayor tiempo posible la sensación que experimenté hace unas semanas cuando me metí por primera vez a un lago: el agua que inyecta su gelidez intramuscular, la sábana de la superficie que se enturbia apenas por el aterrizaje de las bandurrias o el pataleo de un cauquén real, las piedras volcánicas del fondo, el dolor en la planta de los pies, los tábanos, el dulzor líquido en la boca, el perfil de la cordillera, el bosque patagónico cerrándose sobre ese ojo de agua inmenso, más extenso de lo que la vista puede abarcar.
Espero que hayas tenido un buen comienzo de año, con lecturas que te hayan atrapado. Yo, en esas vacaciones en el sur argentino, me volví loco con Una cabeza llena de fantasmas, de Paul Tremblay. Si querés, contame lo que leíste en estos primeros días a [email protected].
Feliz año. Qué bueno que estés por acá.
Un puñado de lecturas lacustres
Familias disfuncionales y otras yerbas. Es el último verano de la familia Starling en su casa del lago Christopher y las cosas no están muy bien. Michael y Thad, los hijos treintañeros de Robert y Lisa, se enteran allí de que sus padres —ex-hippies, profesores destacados de la universidad de Cornell— pretenden vender la cabaña y pasar el resto de sus días en el calor tropical de Florida, muy lejos de la tranquilidad de ese paraíso montañoso que los vio crecer, así que las dinámicas familiares se enturbian. Para peor, todos —incluidas las respectivas parejas de los hijos— son testigos de un accidente horrible: un niño cae de una lancha y se ahoga en las profundidades. A partir de allí, Vida de lago, de David James Poissant, se convierte en una historia de segundas oportunidades que no se toman y secretos familiares que empiezan a salir a la luz, como el alcoholismo de Michael o la vulnerabilidad exacerbada de Thad.
Vida de lago es una de esas historias donde uno no sabe bien porque está apoyando a estos personajes ruines y patéticos, pero ahí está: siguiendo sus penurias, mordiéndose la lengua cuando se equivocan, haciendo el esfuerzo para no gritarle a la página y pedirle un poco de entereza a este grupo disfuncional. Parte de la respuesta es que Poissant es inteligente a la hora de guardarse las sorpresas de la trama, casi como si fuera una suerte de thriller familiar, así como también ayuda que la novela abarque solo tres días y alterne continuamente el punto de vista. Es una decisión hábil: el espectro de dolor no se circunscribe a un solo tipo de persona, y en este puñado de seres rotos, tampoco.
Otro detalle importante: la traducción que publicó la editorial Edhasa, y que se encuentra en librerías de Uruguay, es perfecta. Le escapa totalmente al castizo y se acerca mucho a nuestro español.
Poissant es alguien muy apreciado por mi amigo y compañero de redacción Mateo Piaggio, que hace un par de años, cuando pasó por Uruguay para participar de la primera edición del festival literario del MACA, lo entrevistó para El Observador. Me parece interesante como el propio autor encuentra una similitud entre su Vida de lago y El hermano mayor, del uruguayo Daniel Mella. Te dejo la nota por acá.
Fantasmas de las profundidades. Teniendo en cuenta la cantidad de libros que ha publicado Stephen King, no es una locura pensar que tiene una historia para cada situación o, en este caso, paisaje. Su novela de lago se llama Un saco de huesos, la publicó en 1998 y no está entre esos títulos que aparecen enseguida cuando uno piensa en el autor de Maine, pero tengo un recuerdo especial de esta historia porque es de las pocas en las que el rey juega sin tapujos con el ideal gótico del fantasma —no es tan habitual en su obra como parece—, y a mí las buenas historias de fantasmas me pueden.
En Un saco de huesos tenemos, como es habitual en King, a un escritor en problemas. Esta vez es Mike Noonan —me encanta su nombre; tiene música, se te pega—, un autor que acaba de perder a su esposa embarazada, está de duelo y además tiene que lidiar con el bloqueo de escritor. Para mover un poco su vida y tratar de que la pena y el tedio no lo consuman se muda a la cabaña junto al lago que tenían con su mujer, y a donde no ha vuelto en los últimos años. En ese entorno boscoso y lleno de sombras se encuentra con un par de situaciones que lo hunden en una trama de tensiones pueblerinas —una mujer y su hija que son acosados por el suegro de la primera, una suerte de terrateniente mafioso—y misterios de ultratumba —llantos y gritos que suenan por la noche en su casa, presencias extrañas y, quizás, señales de su esposa desde el otro lado—.
En Un saco de huesos, el lago no es únicamente el escenario para el misterio; es también una suerte de cuenca donde los terrores de los personajes emergen, donde encuentran el reflejo de su dolor y, por qué no, un reservorio de esperanza para lo que tienen por delante. Atrapante y no tan conocida, es una estupenda novela de un período de King que no suele tener mucho destaque, pero pelea con algunas de sus mejores etapas en igualdad de condiciones.
Dato extra: tiene una adaptación al cine de 2011 con Pierce Brosnan, pero no la vi. Tiene pinta de ser mala.
Crecer a la orilla. La novela italiana El agua del lago nunca es dulce aparece con frecuencia por estos lares, pero bueno: es una gran historia y tiene un lago en el centro, pero no solo geográficamente: el lago Di Bracciano, cerca de Roma y a cuyas orillas se erige el pequeño pueblo de Anguillara Sabazia, pauta los destinos y las decisiones de sus personajes, en especial de Gaia, la protagonista.
Giulia Caminito, la autora, creció en ese pueblo lacustre y es allí a donde Gaia y su familia —que su autora aclara que no está basada en la suya, y que le dio forma a partir de las historias de una mujer de ese pueblo— se mudan luego de ser expulsados por la gentrificación romana, y donde la chica crecerá entre la abulia semi rural, las oportunidades menguantes, los amigos y las tragedias del amor adolescente, las carreteras escarpadas y la sombra del agua del lago, cementerio de los sueños que se hunden.
Es tremenda El agua del lago nunca es dulce. Un coming-of-age que le escapa a los lugares comunes y a la tintura edulcorada de los que algunos malos escritores creen que significa crecer. Es una de esas novelas que recomendé varias veces a distintas amistades y nunca falló.
La hedionda muerte de un lago. Mi paso final por este ecosistema concluye por una nota ¿ecológica? No sé, pero hace un tiempo leí un libro increíble titulado Islas del abandono, de una autora escocesa llamada Cal Flyn, en donde repasa algunos de los paisajes por los que el ser humano pasó y destruyó. Uno de ellos es el Lago Salton o Mar de Salton, una inmensa masa de agua putrefacta metida en el seno del desierto californiano que tiene altísimos niveles de toxicidad y que, sin embargo, fue adoptada como hogar por una comunidad de personas por fuera del sistema y de la ley que edificó la llamada Slab City. El Lago Salton se formó en 1909 luego de que el Río Colorado inundara de forma masiva ese sector del desierto, y a medida que fue secándose y llenándose de sal, se fue convirtiendo en un reservorio nauseabundo de los restos de un desastre ambiental mal manejado —similar a lo que sucedió con el mar Aral en Kazajistán—.
En el último capítulo de su libro, El diluvio y el desierto, Flyn recorre este paisaje con ojos curiosos, se mete en la vida de sus habitantes y pinta un escenario apocalíptico que parece salido de las películas de Mad Max, pero que es parte de nuestro mundo.
«A medida que me alejo, mis pies se hunden cada vez más en la fina arena de color gris. Cuando la observo más de cerca, veo que no es en absoluto arena, sino los huesos secos triturados de los peces y pequeñas cáscaras de percebes que parecen calaveras. Es un lugar nauseabundo. Un aire espeso de salmuera, guano y podredumbre. Incluso ahora, en el atardecer violeta, el calor resulta opresivo. Pero cuando cruzo las llanuras cristalizadas el brillo del agua se vuelve visible, un mar imposible en medio del desierto. (...) Doy un paso atrás al tiempo que me tapo la nariz y la boca con una mano. Delante se elevan las secas colinas de la costa opuesta, áridas y esculpidas como una cinta a lo largo del horizonte, es todo cuanto separa el vasto cielo prismático del mar especular. Miro hacia abajo a través de la superficie y siento que caigo por el cielo, iluminado todo él con una luz que verdaderamente parece celestial.»
Escribí esto escuchando
Dos cosas: por un lado Plata, de Eté & Los Problems, que me parece un disco súper literario en sus evocaciones, sobre todo en canciones como Ismael, que no solo están arraigadas en Herman Melville por el nombre del narrador de Moby Dick.
Por el otro, el jueves Luciano Supervielle dio un pequeño y emocionante concierto gratis al aire libre en el Museo Zorrilla, y cerró con Un poco a lo Felisberto, que escribió en honor a Felisberto Hernández. Este año se cumplen cien años de la primera publicación de nuestro autor más raro y peculiar: Fulano de tal.
Primera despedida del año, primer epígrafe a modo de saludo. Queda en manos de la autora estadounidense Leslie Jamison, que ha sido presentada usualmente como "la nueva Joan Didion" gracias a su libro La huella de los días, donde trabaja el ensayo literario en base a su alcoholismo. Jamison tiene nuevo libro de ensayos recopilados, se titula Gritar, arder, sofocar las llamas, y abre con el siguiente epígrafe.
¿Cuándo conocen los sentidos algo más perfectamente que cuando lo echamos de menos?
Marilynne Robinson, Vida hogareña