El mundo es un lugar extraño. Sus capas nos exceden. La mitad de las veces, siendo generosos, no hay forma de entender sus mecanismos y su ingeniería interna. Para comprender es necesario nombrar, y no siempre tenemos las palabras adecuadas para hacerlo. Quizás la muestra inmediata de la grandeza de David Lynch es, entonces, un adjetivo que dejó como porción de su legado: la palabra lyncheano. ¿Qué significa que algo lo sea? ¿Qué significa que muchas veces lo que vivimos es lyncheano? Bueno, no está claro, o el consenso, si es que existe, es que orbita en torno a lo ominoso, lo onírico y lo que subvierte las certezas en las que se funda nuestra consideración de la realidad. Pero es bastante subjetivo. Y, en realidad, eso no importa tanto. Lo que importa hoy, cuando muchos de los que fueron impactados por los asteroides de Mulholland Drive, Carretera Perdida o Twin Peaks siguen llorando por su autor, es que su marca fue tan potente que llenó un vacío. Lo que importa es que el hombre nacido hace 78 años en Misoula, Montana, y que murió este jueves 16 de enero en un Los Ángeles prendido fuego, fue tan profundo y rupturista en su incidencia cultural que nos ayudó a nombrar. David Lynch, a su lyncheana manera, nos permitió entender mejor. El mundo sigue siendo extraño y nos excede, pero al menos ahora tenemos una palabra más para defendernos. Y sus películas, claro.
Desde el año pasado se sabía que el director estaba viviendo con un enfisema pulmonar producto del consumo apocalíptico de cigarrillos que mantenía desde los ocho años. Sí: desde los ocho. El diagnóstico no lo amilanó. A Lynch se le hacía cada vez más difícil respirar, no podía salir de su casa por su debilitado sistema respiratorio, pero no cedió. Dijo que iba a seguir fumando y viviendo. Y es curioso, pero esa vida no solo fue de puertas adentro, sino que su figura continuó permeando de forma pública como lo venía haciendo desde siempre. Incluso cuando su última película, Inland Empire, databa de un ya lejano 2006, su presencia en la cultura de masas nunca cedió un ápice, y su rostro de viejo bueno de pelo plateado y alocado permaneció allí, como carne de un raro sector bienintencionado de las redes que abrazó sus simpáticos pronósticos del tiempo y enmarcó algunas de sus frases y salida más peculiares. Además, claro, de instantáneas de sus obras, revisiones y nuevos textos sobre su trabajo. De vez en cuando la noticia de un corto en plataformas, una remasterización, el entusiasmo renovado por Twin Peaks, el rumor de que estaba filmando una última película. Eso, al final, nunca llegó a pasar.
El espíritu optimista y querible de Lynch contrastó con un corpus de obra al que la palabra pesadillesco le queda pintado. Su biografía Espacio para soñar, escrita a cuatro manos y a modo de diálogo con la periodista Kristine McKenna, abre, de hecho, con un apunte sobre esa cualidad: la oposición continua.
«“Todo se encuentra en un estado tan tierno, toda esa carne, y es un mundo imperfecto”, ha observado Lynch, y es fundamental para comprender todo lo que ha hecho. Vivimos en un universo de opuestos, un lugar donde coexisten en una tregua precaria el bien y el mal, el espíritu y la materia, la fe y la razón, el amor inocente y la lujuria carnal; la obra de Lynch habita el complejo terreno donde lo bello y lo maldito colisionan.»
Esa “tregua precaria” es evidente en todas sus películas —a las que llegó, sin embargo, casi por error; él quería dedicarse a la pintura—, y ya en Eraserhead —o Cabeza borradora—, su primer largometraje, Lynch trazó las líneas de sus obsesiones en expansión: la claustrofobia de los escenarios y paisajes —sean barrios industriales o idílicos suburbios—, el extravío de un personaje que transita entre el asombro y la incertidumbre en un mundo oculto que lo sobrepasa, una atención primordial a lo que sucede en el subconsciente, la extrañeza, la alienación, la humanidad, la crisis de un sueño americano que es, parece gritar en películas como Mulholland Drive o Terciopelo Azul, la más terrible de las ficciones edificadas en su versión de Estados Unidos.
“Aprendí que justo debajo de la superficie hay otro mundo y que, cuanto más se cava, aparecen más y más mundos distintos”, decía en entrevista con Chris Rodley para el libro Lynch por Lynch, editado por Cuenco de Plata. “Lo sabía de chico, pero no había podido encontrar las pruebas. Era sólo una sensación. Hay algo bueno en el cielo azul y las flores, pero otra fuerza –un dolor salvaje, un deterioro– también lo acompaña todo. Es como el caso de los científicos: comienzan por la superficie de algo y luego empiezan a escarbar. Llegan a las partículas subatómicas y entonces su mundo se vuelve muy abstracto. De algún modo, son como pintores abstractos. Sería difícil hablar con ellos porque están allá abajo, en las profundidades.”
Esas profundidades fueron sus dominios. Los abismos de la mente, del arte y su vínculo con las sombras humanas, las profundidades de las dimensiones que habitamos, las penumbras que evocan a Francis Bacon, a los subtextos de Buñuel. En esa búsqueda, sus esfuerzos tuvieron una relación de vaivén con la industria. Alternó lo comercial, lo independiente, lo outsider, lo experimental, lo hermético. Probó sus poderes de un lado y del otro. A una película hecha casi de forma guerrillera como Eraserhead (1977) le siguió una película de estudio y grandes estrellas como El hombre elefante (1980), su gran éxito de taquilla. Después vino su gran fracaso comercial y artístico, Dune (1984), pero le sucedió una de sus obras cumbres, Terciopelo azul(1986). De su salvaje ganadora de la Palma de Oro Wild at heart (1990) pasó a su obra más truculenta y perturbadora, Carretera perdida (1997), y de allí a la más accesible y conmovedora, hecha para una de las subsidiarias de Disney: Una historia sencilla (1999). Y el siglo XXI lo vio crear dos obras paquidérmicas, muy asimétricas en recepción y logros artísticos, aunque continuadoras en cuanto a líneas temáticas: la crucial y totémica Mulholland Drive (2001) y la inclasificable Inland Empire(2006).
En el medio, una influencia que creció de la mano de colaboradores: Laura Dern, el compositor Angelo Badalamenti, Kyle MacLachlan, el productor Dino Di Laurentiis. En el medio, una obra transversal como Twin Peaks y sus derivados — Fire walk with me y la reciente tercera temporada de Netflix—. En el medio, el legado. La huella en todas las cabezas que no se pudieron borrar la manera en la que Lynch las atravesó.
Las despedidas por estas horas se han multiplicado. Todas fueron sentidas. Era un hombre querido. Venerado. Coppola, Scorsese, los grandes rindieron su tributo. Spielberg también, pero él ya le había hecho un homenaje más grande en vida: inmortalizarlo en el papel de John Ford al final de Los Fabelman. ¿Qué más se puede pedir? El saludo de su querido Kyle MacLachlan, por su parte, emociona:
“Hace cuarenta y dos años, por razones que escapan a mi comprensión, David Lynch me sacó de la oscuridad para protagonizar su primera y última película de gran presupuesto. Claramente vio algo en mí que ni siquiera yo reconocía. A él le debo toda mi carrera, y mi vida, en realidad, a su visión. Lo que yo vi en él fue un hombre enigmático e intuitivo, con un océano creativo brotando dentro de él. Estaba en sintonía con algo a lo que el resto de nosotros desearíamos llegar. David estaba en sintonía con el universo y con su propia imaginación a un nivel que parecía ser la mejor versión de lo humano. No le interesaban las respuestas porque comprendía que las preguntas son lo que nos impulsa a ser quienes somos. Son nuestra respiración. (...) Lo puedo ver ahora, de pie, esperándome en su jardín, con una sonrisa cálida, un gran abrazo y esa voz resonante de las Grandes Llanuras. Hablaríamos de café, de la alegría de lo inesperado, de la belleza del mundo y reiríamos. Su amor por mí y el mío por él surgieron del destino cósmico de dos personas que vieron lo mejor de sí mismas en el otro. Lo extrañaré más de lo que los límites de mi lenguaje pueden expresar y de lo que mi corazón puede soportar. Mi mundo es mucho más pleno porque lo conocí y ahora está mucho más vacío al saber que se ha ido.”
MacLachlan, que fue reclutado para Dune, que se hizo amigo suyo en Terciopelo azul, que fue ungido con la inmortalidad de Twin Peaks, termina con una frase con la que bien podría estar hablando en representación de todos aquellos que, para bien o mal, se enfrentaron a la inconmensurable obra del uno de los artistas fundamentales de las últimas décadas.
“David, quedaré por siempre cambiado”, dice el actor para terminar. Y cambiados quedamos todos, como él, y también con muchas preguntas y la sensación de que el misterio no termina, ni terminará. Ese fue, a fin de cuentas, uno de sus motores: marcar, no explicar, que el misterio de lo que nos rodea está allí, y que detectarlo es lo que hace que todo valga la pena. En él espera el pez dorado, en él está el arte de la vida. Eso es lo que sus películas, su obra pictórica, su música, su voz, sus textos, recuerdan.
En sus propias palabras: «La vida de muchas personas, de la mayoría, está llena de misterio, pero hoy en día todo va súper rápido y apenas si hay tiempo para sentarse a fantasear o a percatarse de ello. Cada vez quedan menos lugares en el mundo desde los cuales ver bien las estrellas en el firmamento nocturno, y si uno reside en Los Ángeles tiene que hacer muchos kilómetros, hasta los lagos secos, para verlas. Una vez estábamos allí rodando un spot y a las dos de la mañana apagamos los focos, nos tumbamos en el lecho del desierto y miramos. Billones de estrellas. Billones. Algo realmente poderoso. Y como ahora apenas las vemos, nos olvidamos de lo imponente que es ese espectáculo.»
Esta noche podríamos mirar las estrellas en su honor. Detectar el misterio. Y abrazar el silencio.