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12 de octubre 2024 - 5:00hs

La vida es extraña para Luis Ortega, y se vuelve cada vez más rara con el paso de los años. Siente que pierde pie en la realidad, sea lo que sea que eso signifique. Pero bueno: de esa extrañeza que lo inunda acaba de salir El Jockey, su última película, un salto bombita a la piscina del surrealismo y el onirismo. Estrenada el jueves en salas uruguayas, elegida por Argentina para competir por el Oscar, ganadora de premios en San Sebastián, desde afuera parece ser una jugada arriesgada de parte del cineasta argentino de 44 años, sobre todo si se tiene en cuenta el éxito impresionante que tuvo su película anterior, El Ángel, que era un poco más "tradicional" en sus formas, pero él no lo vive así. Está convencido que el riesgo, en todo caso, iba a aparecer si no hacía esta película de esta manera. Si se "vendía" a los mandatos del algoritmo y su influencia en las narraciones contemporáneas, que es algo que lo preocupa. Y mucho.

El Jockey tiene al fantástico actor Nahuel Pérez Biscayart en la piel de Remo Manfredini, uno de los mejores jinetes del Hipódromo de Buenos Aires, pero que tiene algunos (cuantos) problemas con el consumo de sustancias. Y una sensación creciente de estar cada vez más desapegado de lo que percibimos como "el mundo real". Remo es parte de un círculo vicioso y viciado de personajes del mundo del turf, que incluyen a una especie de padrino mafioso adicto a adoptar bebés (el mexicano Daniel Giménez Cacho), un trío de matones alucinantes (entre ellos Daniel Fanego, en su último papel antes de morir) y a su novia Abril, también jockey ganadora como él, interpretada por la española Úrsula Corberó. En medio de un estado cada vez más alucinado, el pobre Remo sufre un accidente arriba del caballo y el mundo se le trastoca. ¿O se le acomoda? Las líneas de lo tangible pierden forma. Y la película abraza lo inesperado, la arbitrariedad bien entendida y la extrañeza absoluta.

Hay algo en El Jockey que la transforma en una experiencia fascinante. No hay nada predecible en su ejecución, la fotografía del finlandés Timo Salminen —usual colaborador del también finés Aki Kaurismäki— planta varios destellos de belleza en una historia tórrida y retorcida, la comedia se fagocita los cuestionamientos a la verosimilitud, uno acompaña el viaje de Remo sin poder despegar los ojos de las facciones golpeadas de Pérez Biscayart, de sus bailes, de sus delirios.

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Quien solo haya visto El Ángel quizás se lleve una sorpresa: claro que hay puntos de contacto estilísticos con aquella historia sobre el caso de Carlos Eduardo Robledo Puch, pero Ortega sufre en El Jockey una regresión a otros intereses, a una manera de hacer cine mucho más libre. Él mismo lo refrendará en una conversación con El Observador que se estirará mucho más de lo pactado al comienzo, casi como acompañando esa liberación de las formas que el director quiere abrazar en su cine. Casi, podríamos decir, en sintonía con una forma de vivir que no quiere dejar escapar. Y que se ha convertido en el material de sus sueños.

Mientras que El ángel era una propuesta más realista, en El jockey hay un salto decidido a una suerte de surrealismo. ¿Por qué aparece eso?

No fue algo tan voluntario. Soy partidario de que la película se escribe sola, que la escriben los vínculos y la gente que la rodea, y uno va tomando nota. Tiene un tinte que podría ser más surrealista, pero así es como se va poniendo la vida con el tiempo.

¿La vida se vuelve más surrealista con el tiempo?

Se vuelve más extraña a medida que uno va tomando conciencia de cómo se hilvana la realidad, aunque no exista tal cosa como la realidad. Desde mi punto de vista, hice una regresión a una percepción más propia de la infancia, en donde las cosas se amalgaman con otra lógica. Y la aventura se vuelve un poco más intensa con los años, pero traté de recuperar el espíritu de cuando era chico. Muchas ideas las recuerdo de cuando tenía seis o siete años, esos momentos donde nadie te da crédito por la imaginación. Esta película es como la venganza de un chico que puede salirse con la suya y no cumplir con la demanda burocrática de lo que se supone que es lo real. De repente alguien caminando por la pared es más realista para mí que otros asuntos cotidianos. Traté de incorporar eso y se tradujo de manera fantástica, pero en realidad la vida se me fue poniendo así, no fue una voluntad de autor. Yo no creo mucho en el autor, creo que uno incorpora lo que percibe y lo pasa por su ojo y trata de devolverlo al mundo de una manera directa, sin querer agradar, sin pensar en el dinero, ni si va a ser comercial o no. Me costó mucho tiempo adquirir ese derecho y que encima lo puedan financiar. Traté de ser lo más honesto posible con mi experiencia humana, y no tanto con la narrativa que demanda hoy el algoritmo y el entretenimiento. Quise ir al hueso, quise representar cómo se siente estar vivo hoy.

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¿El algoritmo está pautando la forma en la que entendemos las narrativas de lo real? ¿Hay que luchar contra eso?

Creo que el sistema nervioso se va crispando, pero a la vez se va durmiendo, el ojo se va muriendo, y eso es algo contra lo que hay que luchar para recuperar nuestro derecho a dar un paso al costado en un mundo que no tiene ningún contenido espiritual para ofrecernos. Los que tenemos la suerte de poder dar ese paso y dejar de pertenecer a lo que es una vida mecánica y llana, tenemos la obligación de transmitirlo. Hay un estudio que dice que soñar es una necesidad biológica del cuerpo, y que si uno no sueña se muere. Creo que hay mucha gente que no tiene ese privilegio, y los que hacemos películas de alguna manera soñamos por el resto. Si no existiera eso habría una guerra civil permanente, si no hubiese un punto de fuga donde podamos descansar de esta vida mecánica. La película sí tiene la intención de volver a algo más libre, de recuperar ese derecho que perdimos. De alguna manera nosotros nos casamos con el personaje que construimos para defendernos y sobrevivir, y lo que le pasa al protagonista de El Jockey es que se cae de caballo y pierde su identidad. Yo soy partidario de que a la personalidad o la identidad más vale perderla que encontrarla. Es como una cárcel que uno se construye para sobrevivir a un mundo hostil. Este personaje va perdiendo su identidad y va construyendo otra, pero eso no deja de ser otra cárcel. La película trata un poco de eso. Por otro lado, yo estaba con la madre de mi hijo en una situación típica de crisis de pareja y le pregunté qué tenía que hacer para que podamos entendernos y llevarnos bien. Y me dijo “creo que tendrías que morir y nacer de nuevo”. Y esa frase me disparó toda la película. También hay un hombre que da vueltas por Buenos Aires que es un ruso, que anda vestido de mujer y se mete en todas las farmacias y se pesa en las balanzas. Yo empecé a seguirlo y me dijo que en todas las balanzas pesaba cero. Y me dijo “no existo, pero me están persiguiendo”. Salió corriendo y también me quedé con esa idea. Entonces, la película, si bien tiene esta estilización que podría encasillarse dentro de un surrealismo, solo trata de ser directa, de incorporar la necesidad de un cuento y de una narrativa, pero desde un punto de vista que trata de recuperar una esencia que no está amasada por el intelecto.

El guion está escrito junto a Rodolfo Palacios y Fabián Casas. ¿Cómo fue trabajar con ellos en esa escritura a seis manos?

Con Rodolfo trabajamos juntos hace 10 años y nos entendemos casi telepáticamente. Una vez que terminamos una primera versión, se la dimos a Fabián para que la lea. La película se llamaba Cabeza de sandía. Y todos los productores nos decían “nadie va a poner plata en una película que se llama Cabeza de sandía”. Fabián Casas dijo “pongámosle El Jockey, que es un lindo título”, pero yo no quería que pareciera una película sobre las carreras de caballo, porque en realidad es solo una excusa.

El mundo del turf es un escenario, nada más.

Claro. Lo que pasó fue que conocí el hipódromo y el mundo de las carreras, y uní a este ruso que yo me encontré en la calle con un jockey, y pensé que quizá fuera un hombre que se cayó del caballo y quedó en coma, y se escapó del hospital con una ropa que encontró, que era de la señora que estaba en la cama a su lado, y salió a la calle, y se fue transformando en ella. Entre los tres estudiamos mucho esta posibilidad de iluminarse, de liberarse de la mochila del personaje, de esta obligación narrativa, y sobre cómo las palabras forman una oración, y esa oración genera una línea de pensamiento que se vuelve muy lineal. Al borrar ese tipo de lenguaje aparece una experiencia espiritual mucho más caótica, pero mucho más rica. Pensábamos también cómo había involucionado el lenguaje audiovisual para transformarse de vuelta en una narrativa muy llana y muy ligada al entretenimiento, y a que la gente prenda la televisión y tenga algo para entretenerse, dormirse y volver a trabajar al otro día. Como una domesticación de algo que se supone que debería ser una experiencia de libertad o liberación. Pensábamos por qué el modo de narrar se había vuelto algo que nos adormecía en vez de despertarnos. Después, dando entrevistas me di cuenta de que para el personaje caerse del caballo tiene cierto simbolismo cercano a bajarse de la carrera por ser alguien, por conseguir algo, y esta idea de ganar que tenemos todos todo el tiempo. Esta zanahoria que nunca logramos atrapar.

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La palabra riesgo suele acompañar a tu cine. ¿Qué tanto sentís que lo identifica?

Yo creo que el riesgo más grande es no despertarse dentro del sueño, y al menos las películas que queremos hacer están direccionadas hacia esa sensación, ese impacto en el sistema nervioso que generan algunas obras, esa fisura en la mecánica cotidiana. El riesgo es quedarse dormido por completo. Siento que el periodismo o la crítica ven esta propuesta como muy riesgosa, pero creo que es solo en términos de mercado. Me parece que es nuestro deber tomar esos riesgos que implican entrar en un lenguaje propio, pero no hay comparación con la devolución que uno siente del público y el agradecimiento por entrar en ese terreno que tiene que ver con la sensación permanente de estar vivo. Ese riesgo que se ve desde afuera, o que lo llaman así, para nosotros en realidad es una necesidad. Si no hacemos eso nos dedicaríamos a otra cosa. Sí, uno se siente un poco más aislado, pero en realidad es un refugio. Más bien el riesgo sería querer pertenecer a esta fábrica de producir cosas audiovisuales ignorando el impacto real que la experiencia humana tiene en nuestras vidas. Creo que existen distintas maneras de habitar el mundo y distintos mundos, pero por algún motivo la vida insiste en ser representada de manera física en imágenes y sonido. Y yo solo traté de transmitir mi experiencia de forma muy directa, y no me estaba fijando tanto en primer acto, segundo acto, punto de giro, plot point, clímax, y sin embargo la película lo tiene. Vamos un poco a contracorriente, pero estamos en la línea de las películas que nos inspiraron, que nos sacaron ese sentimiento de alienación.

¿Cuáles son esas películas?

No pienso en otro director cuando filmo y no trabajo con referencias, pero inevitablemente uno empieza por Chaplin, pasa por Tarkovski, Fellini, Bresson, por Lynch, Kaurismaki, Leos Carrax y pasa por estos autores que de algún modo no están queriendo cumplir con ninguna agenda. Son ese tipo de películas que en esta época se consideran riesgosas, pero riesgosas para la industria.

Embed - EL JOCKEY una película de Luis Ortega

Solés trabajar con actores no profesionales, y en el streaming Picnic Extraterrestre mencionaste que para vos en las películas de autor tiene que haber una simbiosis entre el director y el actor. ¿Cómo te funcionó eso en esta película, en la que tenés un elenco que está repleto de nombres destacados?

Acá teníamos un presupuesto digno y yo he hecho muchas películas donde ni siquiera tenía un iluminador, donde estaba prácticamente yo solo con la cámara y los actores, o con uno o dos amigos tomando sonido y asistiendo. En este caso, cuando hay un presupuesto, el tiempo no es ilimitado y la posibilidad de trabajar con los actores tiene que ser más precisa y contenida. No tengo un método, pero sí creo que de alguna manera empieza a funcionar una especie de telepatía y de mecanismo donde los actores son una extensión de tu imaginación. Uno tiene como una especie de brote psicótico y los actores, en el mejor de los casos, responden orgánicamente a esa crisis. Y eso es un milagro que ocurre, y solo puede ocurrir con actores como Nahuel, como Daniel Giménez Cacho, como Daniel Fanego. Y con Úrsula, sin duda, que aportó lo suyo, porque su personaje requiere una solidez muy particular y una energía femenina muy predominante que ella tiene naturalmente. Entonces, no es que haya cambiado el método, sino que es un acto de fe que es el mismo para no actores o sí actores. En general trato de evitar las caras muy conocidas porque creo que permite mayor libertad para el espectador, porque no es un famoso haciendo de alguien, sino que puede tener una experiencia más pura con un desconocido, sumergirse lleno y olvidarse que está viendo una película. Pero bueno, yo me acerqué a este hombre que conocí en la calle, a este vagabundo vestido de mujer, y le pregunté si le gustaba actuar, si era actor, y me dijo “ese es un trabajo muy estúpido”. Ahí descarté esa posibilidad y la única persona que podía hacer algo como lo que yo me estaba imaginando era Nahuel.

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¿Qué buscabas en él cuando lo casteaste?

Nahuel es una persona muy estudiosa, su vida es como la de un gitano, vive en Grecia pero prácticamente se la pasa en la ruta, arriba de aviones. Viene de una escuela de actuación donde los actores no intelectualizan, no entran en la búsqueda de un método, sino que buscan algo mucho más libre y si se quiere despersonalizado. Y esa es una escuela muy linda porque no tiene segundas intenciones, ni siquiera tiene una intención específica, es una cosa más dionisíaca de encarnar una energía, un destino. En ese sentido, por más que sean actores famosos, es gente muy ejercitada en la práctica de la libertad, de sumergirse en un proceso del que no sabemos exactamente de qué se trata y no tiene intenciones de gustar, ni objetivos de ningún tipo. Sí hay una empatía con la soledad de las personas y en la forma en la que cada uno está preso de su mecanismo de defensa. Eso, abordado por profesionales que están habituados al caos, se vuelve bastante parecido a trabajar con no actores, solo que lo hacen de manera más consciente. Ellos quedan disponibles para la aventura por su voluntad.

La música y el baile tienen un lugar preponderante en tus películas. ¿Por qué?

Hay toda una corriente de cine más solemne que donde la música es mala palabra, donde parecería que es propiedad de los americanos y del entretenimiento, pero la verdad es que el cine desde Chaplin básicamente es imagen y música. Pienso que la música lubrica la experiencia, creo que sin ella la vida sería insoportable, así que no veo por qué habría que ser tan puristas. Por otro lado, la música y el baile logran abordar la experiencia de una manera más plena y sin mensaje. A mí realmente lo que me aturde y me angustia de esta narrativa que parece imponerse cada vez más es la necesidad de bajar una línea, de dar un mensaje, de ponerse por encima de la audiencia para contarles cómo son las cosas o cómo deben ser, qué está bien y qué está mal. Y con la música se trasciende el mensaje, no hay una moraleja, hay una necesidad de hacer contacto profundo con el espectador, pero no es lo mismo que comunicar. Hoy abunda la comunicación, pero lo que no abunda es la posibilidad de hacer contacto y que el espectador sienta una experiencia íntima. La música es un atajo válido, una manera de transmitir cómo la vida nos desborda, no es muy abordable con el intelecto. A mí me encanta poner música y que los personajes exploten y bailen, y de repente cortar y volver a una escena que se pone más lineal. Es como un punto de fuga, un aire, un crescendo que tiene que ver con la emoción.

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