Entra serio y con lentes de sol puestos, como concentrado en la ceremonia que le depara. Se persigna. Besa la medalla. Sube al escenario que, como hecho a propósito, dibuja una cruz. Los devotos estallan en aplausos, silbidos y carteles de “Dios te bendiga”. Marc Anthony empieza su misa de la salsa en Uruguay.
Los etimólogos se debaten el origen de la palabra “religión”. Pero una de las corrientes más extendidas sostiene que proviene del latín “relegare” (agrupar o juntar). El Antel Arena mostró el sábado por la noche su mejor capacidad para reunir: un escenario 360° en el medio de la cancha, y tribunas colmadas de fieles. Toda la atención puesta en la prédica de uno de los cantantes de salsa más renombrados en el último cuarto de siglo.
Por una hora y medio canta —y habla poco— Marco Antonio Muñiz Rivera (Marc Anthony) en el mismo país fuera de Estados Unidos en que había dado un show por primera vez. Puede que sea esa emoción, o la sensibilidad que dan los años, pero el salsero no para de darle bendiciones a su público.
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Los abraza a la distancia, les tira besos estilo galán de los 90, mueve la cintura al ritmo que sus pies hacen el guaguancó, les pide que se paren (pues “la salsa se baila de parado”), y los anima a aplaudir la “clave de son” que comparten el candombe y la salsa. Un, dos tres… un-dos.
Marc Anthony —el mismo que pidió velas sin perfume blancas con connotación religiosa para la espera en el camerino— mira a sus fieles y recita:
Valió la pena lo que era necesario para estar contigo amor / Tú eres una bendición / Las horas y la vida de tu lado nena / Están para vivirlas pero a tu manera / Enhorabuena, porque valió la pena
Los devotos agitan banderas de Puerto Rico, de Cuba y hasta la de Peñarol que —en estos momentos de religioso jolgorio de Libertadores— se hacen notar en la platea principal.
Le tiran al escenario una bandera de Uruguay. Anthony se agacha y se le corre el cuello de la camisa dejando ver tres cruces tatuadas. No es en honor a un shopping devenido en terminal de ómnibus, sino a su fe. Como la palabra “respira” que tiene inscripta en su mano para darle aire en los traspiés. Abraza la bandera, la base y regala “bendiciones”.
Lo mismo hace con la bandera de Peñarol que le llueve un rato después, o con un calzoncillo con su nombre, o con la firma de alguna pancarta de los más fieles.
¿Qué precio tiene el cielo? / Que alguien me lo diga / Si yo con esta historia / Siento que la gloria ha llegado a mi vida
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En la mitad del show —que a los más devotos se les hizo corto— Anthony recuerda que este “es un momento histórico”. Hace silencio, muy lejos del alcance de su voz que le permite cantar a más de medio metro del micrófono, y se emociona. Pareciera que fuera un llanto o que lo contiene con fuerza.
Su público se deshace. Es el pastor que —como pasa con los cantantes que superan los 50 años— suele darles a la tribuna la chance de hacer coros a los efectos de tomar aire.
No habla entre canción y canción, salvo para las bendiciones. No presenta a sus músicos, salvo al guitarrista tras un solo.
El púbico está entregado a lo que disponga su sacerdote. Les pide que se paren y se paran. Les pide un coro y le devuelven un coro. Le dice que es la última canción y piden otra.
Contigo todos los lunes parecen viernes
El pastor se baja del altar. Los escudan guardias de seguridad que brillan con la luz negra. Los devotos no se mueven: el ritual indica que hay un bis. Es imposible que se haya olvidado de Vivir mi vida.
Regresa vestido igual. Besa la medalla, el tatuaje, se persigna.
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¿Y para qué llorar? ¿Pa' qué? / Si duele una pena, se olvida / ¿Y para qué sufrir? ¿Pa' qué? / Si así es la vida, hay que vivirla, la la le
Se baja entre aplausos. ¿Valió la pena? El humorista español Jaume Perich decía: “La religión sirve para ayudarnos y consolarnos ante unos problemas que no tendríamos si no existiese la religión”. También la música.