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El socialista Pedro Sánchez sigue sin poder ser investido presidente

Una clara señal de la crisis de gobernabilidad, tres meses después de ganar las elecciones
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03 de agosto de 2019 a las 05:03

La crisis política por la que atraviesa España es un problema de líderes, no de sistemas. Tres meses después de ganar las elecciones, el socialista Pedro Sánchez no ha podido ser investido presidente del gobierno por no contar con los votos suficientes en el Parlamento. La semana pasada, su investidura fue rechazada en dos votaciones sucesivas en el Congreso de los Diputados, lo que ha dejado a España en un limbo político de complejas consecuencias. 

Ello se suma, además, a la parálisis que el país arrastra desde 2015, producto de la fragmentación de la política y la falta de acuerdos. Desde entonces, España ha celebrado nada menos que cuatro elecciones generales –a razón de una elección por año–; y todavía no logra conformar un gobierno estable y con el respaldo legislativo suficiente para hacer frente a los múltiples desafíos que plantea para Europa la tercera década del nuevo milenio, que será decisiva en más de un sentido.

Sánchez, líder del PSOE, no logró, como esperaba, que su tradicional rival, el Partido Popular, y Ciudadanos se abstuvieran a fin de que él pudiese tener su investidura. Y tampoco consiguió que el partido de extrema izquierda Unidas Podemos, liderado por Pablo Iglesias, hiciera que sus 42 diputados votaran a favor. Eso, junto a las abstenciones de los nacionalistas vascos y los independentistas catalanes, pactadas de antemano, habría garantizado la proclamación de Sánchez al frente de La Moncloa.

Finalmente, el pleno le bajó el pulgar al madrileño con 155 votos en contra, 124 a favor y 67 abstenciones. 

La situación ha dado lugar a todo tipo de frustraciones, que a menudo se ventilan en las páginas de opinión de la prensa española: que si es culpa del sistema que no permite destrabar una política tan fragmentada, que si es necesario “volver al bipartidismo”; y, en esa lógica, no pocos echan la culpa del actual atolladero a los nuevos partidos y sus líderes: Albert Rivera, de Ciudadanos, por no abstenerse para que Sánchez pueda formar gobierno; y a Iglesias, por no apoyar al líder socialista en lo que sería una alianza natural para afianzar a la izquierda en el poder.

La realidad, empero, podría ser algo más compleja, y en algún punto hasta podría ser objeto de estudio para los manuales de psicología política: los enconos y los personalismos en la política española han alcanzado un grado de crispación e inquina del que pocas veces se vuelve. En ese sentido, Sánchez es una figura disolvente, algo que quedó palmariamente demostrado durante las dos sesiones de investidura, cuando tanto Rivera como Iglesias, incluso Pablo Casado, no le reprochaban ni una sola política, esbozo o medida de gobierno, sino que todas las recriminaciones eran de carácter personal, directamente a la figura de Sánchez y su proceder. 

Esto viene de tiempo atrás. Por un lado, los del PP no lo pueden ni ver, entre otras cosas por la manera en que promovió la moción de censura que el año pasado desbancó a Mariano Rajoy, en una suerte de “quítate tú para ponerme a mí”. Y la abstención que ahora Sánchez les pide al PP y a Ciudadanos es prácticamente un calco de aquella que, en su día, él le negó a Rajoy. Por otro lado, la guerra de declaraciones y los encontronazos verbales que durante meses el líder socialista ha sostenido con Rivera hablan a las claras de un problema personal entre ambos dirigentes. Por último, su permanente ninguneo y los numerosos desplantes que le ha hecho a Iglesias, con quien Sánchez no parece tener ninguna afinidad política ni feeling de ningún tipo, el de la coleta se los ha cobrado todos, uno por uno, como en un búmeran envenenado a domicilio.

Sánchez es un político de una gran resiliencia y fe en sí mismo, que en su momento supo enfrentar la adversidad incluso dentro de su propio partido, cuando debió superar la resistencia de dirigentes históricos del PSOE; y, por si fuera poco, de los poderosos “barones socialistas”, quienes, dueños de una enorme influencia regional, le hicieron la guerra desde dentro. Pero a esas virtudes se contraponen, en lo que podríamos llamar la otra cara de Pedro, unos defectos que también le han pasado factura en esta, la instancia más importante de su carrera. Y ellos son su frivolidad y su soberbia. 

En relación exclusivamente con su probable alianza con Podemos, Sánchez ve a Iglesias como un apestado del sistema, despreciado por los sectores productivos, los círculos biempensantes y los votantes moderados de la sociedad española. Al socialista le avergonzaría formar un gobierno de coalición con el politólogo antisistema que pescó en el río revuelto de indignados que dejó la última crisis económica. Y a su tiempo Iglesias y los suyos ven a Sánchez como un veleta oportunista capaz de cambiar varias veces de opinión y principios con tal de llegar al poder. Ni siquiera lo consideran de izquierda, para ellos es un neoliberal más. 

En ese clima de desconfianza mutua, era un tanto voluntarista esperar un acuerdo sin trabajarlo. Y Sánchez no lo hizo en 80 días, desde su elección el 28 de abril.

Pero el presidente en funciones tampoco buscó durante esos tres meses acercamientos con el PP ni, sobre todo, con Ciudadanos, que eran la clave para desencallar la situación. En esa soberbia proverbial que lo caracteriza, Sánchez creyó que su prestigio internacional (en particular, la ascendencia nada desdeñable que de golpe su figura cobró en Bruselas) obligaría a los partidos españoles de centroderecha al menos a la abstención, y a Podemos, al apoyo. Y así, su investidura sería un mero trámite. 

No es de ese modo, sin embargo, como funciona. Y los hechos tercos lo han llamado a la realidad.

En los sistemas parlamentaristas, el ganador de la elección, si no tiene mayorías, está obligado a pactar con una o más fuerzas políticas si quiere formar gobierno. Esto se puede hacer cerrando un acuerdo de alianzas circunstanciales, o formando con otro partido un gobierno de coalición, como se ha hecho en Alemania con gran éxito durante los últimos 70 años.

Pero Sánchez, ni lo uno ni lo otro. Rechazó de plano formar un gobierno de coalición con Podemos, y ni siquiera presentó un programa de gobierno en torno al cual discutir al menos con Ciudadanos, de modo de poner las rencillas personales a un lado y buscar algún tipo de entendimiento que facilitara su investidura. Ochenta días se demoró en presentar un programa de gobierno. Y recién en la hora undécima, tras constatar la negativa indeclinable del PP y de Ciudadanos, se dignó a negociar con Podemos. No podía esperarse gran cosa de tan desatinado curso de acción, o más bien, inacción. 

En Podemos solo esperaron a que Sánchez llegara con el caballo cansando y pusieron su lista de condiciones bien alta, como es lógico y legítimo por otra parte: pedían un vicepresidente a cargo de lo social y las carteras de Trabajo y Vivienda.

En el PSOE consideran inaceptable esa oferta, toda vez que entregarle ministerios de esa importancia social supondría reanudar la sangría de votos socialistas entre los sectores populares que en los últimos años han ido a parar a Podemos. De todos modos, la agrupación de Iglesias desistió del Ministerio de Trabajo, pero insiste en un gobierno de coalición para dar luz verde a la investidura de Sánchez. Y no se ponen de acuerdo. Sánchez no quiere saber nada con un gobierno de coalición. Pretende que Podemos le otorgue los votos a cambio de nada; o como él mismo lo pone, de forma tan elegante como vacía de contenido: “a la portuguesa” . Y en general, se lo ve muy incómodo de tan solo tener que negociar con Iglesias. Preferiría toda la vida hacer ciertas concesiones para que los partidos de centroderecha le facilitaran la faena, antes que gobernar en coalición con Podemos.

El principal temor entre los españoles, al menos entre los españoles que desean una resolución al entuerto, es que esto se prolongue en el tiempo y llegar al 31 de octubre, con la posibilidad de un brexit sin acuerdo, o antes, a setiembre, cuando se espera el fallo del Tribunal Supremo sobre los líderes independentistas catalanes, sin un gobierno estable y refrendado formalmente en el Legislativo. 

Ahora, Sánchez tiene hasta el 23 de setiembre para formar gobierno. De no lograrlo, inmediatamente se convocará a nuevas elecciones para el 10 de noviembre, aunque casi todas las quinielas apuntan a que finalmente habrá acuerdo, y Podemos le dará los votos para investirse. Pero este mes de espera desesperante, por el receso de verano, será para Sánchez un baño de humildad.

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