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“Hay que tener un vínculo con la melancolía para vivir en Montevideo”

Tres décadas después de refugiarse en Uruguay, el escritor Carlos María Domínguez recibió a El Observador para hablar de su desembarco y de sus obras
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21 de septiembre de 2020 a las 05:00

Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955) se crió en Olivos, por entonces una zona de balnearios donde en verano llegaban los porteños de los barrios populares en camiones a disfrutar las aguas del Río de la Plata. De niño, Carlos veía a los héroes de Titanes en el ring entrenar en los trapecios ubicados sobre la playa y cuando caía la noche leía las aventuras de la colección Robin Hood en el dormitorio que compartía con sus hermanos. Su padre había sido gerente de las máquinas de escribir Olivetti. Tras fundar varias sucursales en el interior argentino se aburrió de venderlas y se dedicó a arreglarlas.

Entonces la casa del barrio Olivos se llenó de viejos teclados, rodillos y carcazas desarmadas: la mecánica de la escritura. Olivos perdió su esencia cuando la dictadura de Videla demolió parte de la ciudad para hacer las autopistas de Buenos Aires, llenó las orillas del río de escombros y los clubes militares se adueñaron de la costa.

Sus padres querían que fuera bancario y lo consiguieron. Apenas cumplió los 18 años, lo obligaron a entrar en el Banco Nación. Pero cuando cobró su primer sueldo se fue de la casa a viajar por las rutas del país, con una mochila y una guitarra.  Conoció la cordillera, durmió en los portales de las iglesias y tres meses más tarde regresó a Buenos Aires con un manojo de cuentos y apuntes. Una amiga le sugirió que le llevara sus textos a Eduardo Galeano a la redacción de la revista Crisis, en la Avenida Pueyrredón casi Córdoba. El uruguayo lo recibió de brazos abiertos, elogió sus cuentos aunque le comentó que aún les faltaba trabajo, y como al pibe que suben a primera en el club del barrio antes de lo esperado —“Crisis era para mí un templo, algo inalcanzable”—, Carlos María Domínguez comenzó a escribir reportajes sobre oficios y personajes urbanos. Publicó sus historias y vivió la vida de cafetines, humo de tabaco y largas tertulias hasta que los militares dieron el golpe de Estado en marzo de 1976. 

La dictadura clausuró la revista a los pocos meses y la bohemia se transformó en oscuridad. La distancia le permite rememorar detalles de ese pasado en el que se vivía y se dormía con miedo. “Con Eduardo Galeano nos hicimos muy amigos. Los milicos vigilaban su casa, así que dormía en casas de amigos, andaba armado, y lo refugié en la mía varias veces. Fue una época muy dura: la experiencia de la crueldad”, recordó Domínguez. Poco después Galeano se exilió en España, Carlos abandonó el periodismo —“no se podía hacer nada”— y comenzó a trabajar en una oficina. 

Regresó la democracia pero llegaron otros problemas: crisis financiera, hiperinflación. Entonces, Domínguez, que había regresado al periodismo -era el director de la tercera época de Crisis y corresponsal de Brecha desde Buenos Aires— decidió mudarse a Montevideo. Cruzó el Río de la Plata en 1989 y se amparó en sus libros y sus ganas de contar historias. 

Dentro de tres años habrá vivido la misma cantidad de tiempo en cada orilla. A ambas las reconoce propias y extrañas al mismo tiempo. A partir de esa particularidad narra vivencias, propias y ajenas, reales e imaginarias.

¿Por qué desembarcó en Uruguay?

Porque estaba harto de la Argentina, muy cansado. Me había quedado sin trabajo,  asomaba el menemismo y otra vez los brazos alzados al gran salvador que iba a resolver todos los problemas de los argentinos y esa mística patriotera y nacionalista que le ha hecho mucho daño al país. Me fui con ganas, muy enojado. Cuando llegué a Uruguay me sentí realmente liberado, como si saliera de un tormento. Argentina es un país roto. 
Se rompió el pacto elemental que funda una nación: la confianza básica en que el otro, con sus diferencias, no es tu enemigo. Eso está quebrado en Argentina.

Planeta acaba de reeditar su novela La breve muerte de Waldemar Hansen. Allí se puede leer: “En Buenos Aires o París un hombre solo aguarda el golpe de suerte que cambie su vida. En Montevideo colecciona ceniceros de viejos hoteles, cultiva una obsesión por el cine danés o los discursos de Stalin durante la segunda guerra mundial”. ¿Qué precio hay que pagar para disfrutar la apacible vida de Montevideo?
Fue una manera de aludir al viejo tema de la escala uruguaya, el país modesto entre dos gigantes y a la falta de oportunidades para la gente. Por su volumen y por su historia Argentina tiene muchas más pretensiones que Uruguay, un país menos expuesto a los delirios de la competencia salvaje del mundo capitalista moderno. Pero nos hace pagar el precio de la melancolía, el techo bajo de la ambición. Los porteños perciben mucho la melancolía montevideana. A muchos les da tristeza, huyen despavoridos; otros lo agradecen. Hay que tener un vínculo con la melancolía para vivir en Montevideo. El pasado suele tener más peso que el futuro. Y más riqueza, incluso, siempre lleno de secretos. 

***

Carlos María Domínguez tiene más de veinte títulos publicados en varios géneros: crónicas, cuentos, novelas, entrevistas. Biógrafo de Juan Carlos Onetti, Tola Invernizzi, Roberto de las Carreras y Clara García de Zúñiga, algunas de sus obras han sido traducidas a veinticinco idiomas y en su casa atesora preciados ejemplares en chino, alemán, griego y turco. 

La pandemia lo encontró en actividad: además de la reedición de La breve muerte de Waldemar Hansen, dentro de poco Banda Oriental publicará un nuevo libro de su autoría sobre la historia del teatro El Galpón y la movida independiente de la década de 1940. Además de la escritura, sus historias regresaron a las tablas. Apenas reabrieron las salas, el Teatro Circular puso en cartelera una obra que lo tuvo como dramaturgo: La Incapaz, la historia de Clara García de Zúñiga (dirigida por Cecilia Baranda, protagonizada por Denise Daragnés). 

Se dice que Clara García de Zúñiga enfrentó la moral victoriana del Montevideo de finales del siglo XIX ¿Por qué?
La moral victoriana británica imponía una gran hipocresía moral. Sobre todo los temas sexuales estaban vedados en el reinado de Victoria y cualquier manifestación de independencia femenina frente al poder patriarcal era una transgresión flagrante e imperdonable, como le tocó vivir a Clarita. A finales del siglo XIX había en Montevideo una clase comercial en ascenso que era depositaria de esa moral patriarcal y la independencia de la mujer era considerada un horror. 

¿Fue Clara la más transgresora de todas? 
Pero no porque haya sido una feminista adelantada sino por ser la víctima de una tragedia familiar. A ella la casaron siendo una niña, fruto de los típicos arreglos familiares del patriciado rioplatense: hombres de la política argentina y uruguaya. Le tocó sufrir, rebelarse contra ellos y con ese coraje que tienen los locos —que dicen la verdad que los vuelve locos— enfrentó los poderes públicos salvajemente, y salvajemente le tocó perder. 

En una entrevista con La Nación de Buenos Aires contó que pasó tres años investigando la vida de Clara para luego abordarla en sus obras. ¿Cómo es su relación con el personaje?
Para un escritor la convivencia con los personajes es íntima y cotidiana. En El bastardo narré la vida de Clara y la de su hijo, Roberto de las Carreras, y terminé amigo de los dos. Sus pensamientos, sus emociones y secretos más profundos pueden ser una ilusión y una verdad a medias, pero tan próxima que a menudo supera la percepción de las personas reales que nos rodean. 

La obra se reestrenó en momentos en que aparecieron en las redes sociales denuncias de abusos contra mujeres en varios ámbitos: el carnaval, la política, el periodismo, la música e incluso el teatro. ¿Eso le da otro sentido respecto a los tiempos en que fue publicada la novela (1997) y estrenada la obra (1998) en el Teatro Stella?
Las luchas feministas actualizaron el tema y La Incapaz volvió con una nueva lectura. La historia modifica los énfasis desde donde se leen las obras, y Cecilia Baranda y Denis Daragnés comprendieron que había otra lectura del drama de Clara. Me da alegría que vuelva a interpelar a los montevideanos. Es justo. 
 

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