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Desde que Donald Trump lanzó su candidatura presidencial a mediados de 2015, su propósito fue muy claro: apuntar al descontento del hombre blanco, desencantado de la política y temeroso de que los flujos migratorios vayan a cambiar el mapa demográfico de lo que ellos llaman "América".
Y así, nadie se acordará hoy del primer discurso que pronunció Hillary Clinton en el lanzamiento de su propia campaña, ni probablemente de ningún otro candidato. Pero todo el mundo recuerda que Trump atacó en forma virulenta a los emigrantes, en particular, a los mexicanos.
Eso lo hizo, desde el vamos, amado y odiado por muchos estadounidenses; pero también le dio un diferencial: sería el candidato de quienes piensan que hay que sellar la frontera y que no se ha hecho lo suficiente por deportar a los indocumentados.
Trump era además el outsider, el candidato insurgente, resistido por todo el establishment político, incluso por los líderes de su propio partido y por los medios de comunicación, que en Estados Unidos también forman parte de esa élite bastante desprestigiada entre una clase obrera que en los últimos 20 años ha pasado de las capas medias a engrosar las filas del desempleo y de las clases desposeídas sin escalas.
Para todos esos votantes, Washington, Wall Street, los tratados de libre comercio, el Nafta y el auge de China eran sinónimos de todas sus desgracias. Las fábricas han cerrado para abrir en México y en China, dejándolos a ellos sin trabajo en Estados Unidos. Y los megafraudes financieros de Wall Street, al cobijo de sus estrechos vínculos con Washington, los habían dejado además sin casa.
Ahí, hacia todo eso, enfiló Donald Trump su improvisada artillería electoral y le dio réditos. Esa fue la principal razón de su victoria de anoche. Le prometió a toda esa gente que llevaría los empleos de regreso a territorio estadounidense, que "limpiaría" la política de Washington de lobbies y que pondría a raya a Wall Street y sus abusos financieros. Con eso haría a Estados Unidos "grandioso otra vez".
Le creyeron, o la mayoría lo hizo y lo convirtió en presidente.
Sin duda, lo ayudó también su propia proyección en los medios, su talento natural para las cámaras y los golpes de efecto. De hecho, batió récords históricos de rating en cada debate en el que se presentó. Su personalidad magnética y su condición de candidato aspiracional para muchos estadounidenses hipnotizó a las audiencias. Pero fue su mensaje populista y divisivo lo que tocó una fibra en amplios sectores del Estados Unidos provinciano y del otrora próspero cinturón industrial, y fue lo que lo terminó llevando en andas hasta la Casa Blanca.
"Porque dice las cosas como son", era la frase que repetían sus votantes cada vez que se abría un micrófono entre la multitud y les preguntaban la razón de su voto por el magnate neoyorquino. Trump era el hombre que decía lo que querían escuchar, y lo decía de frente, sin los cuidados de la corrección política que –hoy llevada al extremo– irrita profundamente a demasiados estadounidenses.
Todo eso movilizó a una gran masa de votantes, incluso de mucha gente que nunca había ido a votar. Generó entusiasmo desde el primer día.
Y una vez que el entusiasmo se instala del lado de un candidato, es muy difícil frenar el impulso.
Los medios lo intentaron, los expresidentes lo intentaron, los líderes de todos los partidos lo intentaron, pero nada podía detener ese tren imparable. Le habrán puesto algún obstáculo en el camino, pero a la larga o a la corta, iba a llegar a destino.
Es ese mismo entusiasmo por un candidato u opción polémicos lo que produce un voto oculto que no registran las encuestas. En ello radica el problema de las encuestadoras para pronosticar este tipo de triunfo electoral. Y Trump no fue la excepción.
Otro factor no menor de su victoria fue el desprestigio de su rival demócrata, Hillary Clinton. Su fama de deshonesta, sus vínculos con Wall Street, sus escándalos políticos y su longeva estadía sobre las mieles del poder le terminaron pasando la factura.
Tal vez si Trump hubiera enfrentado a un candidato demócrata menos resistido, otra habría sido su suerte anoche. Pero la verdad es que no lo sabemos.
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