Michael Jackson ya le había avisado a Paul McCartney. “Voy a comprar tus canciones”, le dijo Jackson al inglés, en una de sus reuniones en la década de 1980, cuando ambos colaboraron para grabar algunas canciones en conjunto, como Say say say o The girl is mine.
McCartney ya le había explicado que parte de su fortuna venía de ser dueño de los derechos editoriales de canciones ajenas, y también le había comentado que buscaba recuperar los derechos de las canciones de los Beatles, que había perdido en 1969 luego de que sus socios en la empresa Northern songs, creada para gestionar las composiciones de la banda vendieran sus acciones sin avisarle a los músicos. Como George Harrison ya había vendido sus acciones, y Ringo Starr se quedó con las suyas, McCartney y John Lennon, convertidos en socios minoritarios, y obligados por contrato a seguir componiendo hasta 1973, optaron por vender sus partes.
En idas y vueltas empresariales, los derechos quedaron en manos de la multinacional Sony, y el músico británico y Yoko Ono habían acordado asociarse para recuperarlos, pagando US$ 20 millones. Pero Ono se echó atrás, el acuerdo nunca se concretó, y en 1985, Jackson desembolsó US$ 47 millones y compró el catálogo de Sony, que incluía los temas de los Fab Four. McCartney, que pensaba que la advertencia de Jackson era una broma, cortó su relación con su colega y se quedó con las manos vacías hasta octubre de 2018.
El negocio no solo enriqueció aún más a Jackson, sino que demuestra que ser dueño de canciones es un manejo lucrativo, y que las acciones de algunos nombres importantes de la música que por estos días están vendiendo sus catálogos, no son novedosas, aunque si cambian las motivaciones y los jugadores en el emergente mercado de las composiciones.
Bob Dylan, Shakira, Neil Young, la banda The Killers, el DJ Calvin Harris y Enrique Iglesias son algunos de los artistas que en los últimos meses han vendido los derechos de sus canciones a distintas empresas a cambio de sumas astronómicas, una medida que llamó la atención de sus seguidores y de la industria musical. ¿Por qué vender una de sus principales fuentes de ingresos, que les reportan dinero cada vez que la canción es utilizada en cine, videojuegos, series, o publicidades, o de hecho, cada vez que la canción se ejecuta?
La primera respuesta a esa pregunta es “2020”. El año en el que la pandemia de covid-19 frenó los espectáculos masivos y las giras internacionales (una pausa que por ahora no tiene demasiados visos de finalización) le sacó a los artistas de ese calibre su principal fuente de ingresos. En estos tiempos de Spotify, iTunes y YouTube, los ingresos discográficos bajaron sus cantidades, y lo que esas empresas de streaming pagan a los artistas son cifras ridículas. Un millón de reproducciones en Spotify equivale a US$ 4.000, en YouTube a US$ 1800, y en Tidal, la que mejor paga, unos US$ 12.000.
Sin shows, estas ventas representan un ingreso directo para mantener niveles de vida lujosos o pagar cuentas, aunque seguro no todos los artistas que venden sus catálogos necesitan esa inyección de dinero.
Mientras que algunos de los artistas mencionados, como Bob Dylan, vendieron sus derechos a sellos internacionales, como en su caso, Universal (en US$ 400 millones), otros como Neil Young (que de todas formas no vendió todo) o Shakira han apostado por empresas que se dedican específicamente a la gestión de derechos musicales. En particular, hay dos que en los últimos tiempos han emergido con más fuerza.
La primera es la estadounidense Primary Wave Music, que ya en 2006 se hizo con la mitad del cancionero de Kurt Cobain, y que a lo largo de estos años se quedó con los catálogos de Ray Charles, Alice Cooper, Hall & Oates y Bob Marley. En diciembre de 2020, la cantautora estadounidense Stevie Nicks, parte de la banda Fleetwood Mac, vendió su catálogo a esa empresa en US$ 100 millones.
La otra es la británica Hipgnosis, que en 2020 se hizo con los derechos de Blondie, Barry Manilow, el rapero 50 Cent, Shakira y Neil Young, estos dos últimos ya en 2021. Algunas fondos de inversión de Wall Street se empezaron a meter en el juego, mientras que las disqueras, como en el caso de Dylan, dan pelea ante estos nuevos jugadores.
Para estas empresas, comprar derechos musicales es un negocio redituable. Son las regalías de artistas exitosos y que tienen canciones que aún teniendo varias décadas siguen generando ingresos y que seguramente seguirán generándolas en el mediano plazo, y que ahora también pueden colocar en, por ejemplo, anuncios publicitarios, sin que el artista se pueda quejar porque no le gusta la marca que usa su música. Y aunque suene increíble, es más seguro comprar canciones que barriles de petróleo o acciones de alguna empresa tecnológica de moda.
Así lo ejemplificó Merck Mercuriaidis, el gerente general de Hipgnosis, en declaraciones que recoge la revista Rolling Stone: “Si Donald Trump hace alguna locura, el precio del oro y del petróleo se ve afectado, mientras que el de las canciones no. Las canciones siempre son consumidas”, explicó.
Esa misma publicación agrega que otro motivo para los artistas puede ser más personal. En el caso de Shakira, su juicio por evasión impositiva en España de 2019 pudo ser un motivo para necesitar concretar esta venta.
En el caso de Young, o incluso el de Dylan, la avanzada edad de los artistas juega su partido. El primero tiene 75, mientras que el Nobel de Literatura tiene 79. Es más fácil dejar en la herencia un monto de dinero en una cuenta bancaria que un bibliorato con contratos de edición, más en el caso de Dylan y sus seis hijos.
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